Hoy nuestro vuelo es lento, sin urgencias.
Sostiene nuestras alas
el aire frío y puro
que la altura embellece,
la desolada luz
nevada sobre el mundo.
Qué bajeza sería
profanar tanta calma
soñando con carroña.
Cuaderno de creación literaria donde encontrarás textos y fotografías originales del autor.
Hoy nuestro vuelo es lento, sin urgencias.
Sostiene nuestras alas
el aire frío y puro
que la altura embellece,
la desolada luz
nevada sobre el mundo.
Qué bajeza sería
profanar tanta calma
soñando con carroña.
"¡No toques eso!"
"¡Lávate las manos!" "¡El gel, Lucía, el gel!"
La niña estaba tan cansada de escuchar
esas instrucciones que empezaba a disfrutar ignorándolas al menor descuido.
La bola era roja y a pesar de estar tirada en la calle resplandecía
como nueva. Rodando, rodando, caída
quizá de la guirnalda de bienvenida de la puerta de una casa o de los adornos
de una tienda, había ido a parar a la rejilla del alcantarillado. Y allí
estaba, quieta y como respirando aliviada por haberse librado del oscuro mundo
de las cloacas; temerosa de que alguien la pisara, haciendo mohines de pena igual que un perrillo
abandonado.
Afortunadamente, mamá hablaba con una vecina y no se dio cuenta de
nada. Lucía acariciaba ya la bola, a salvo en su bolsillo. Era lisa y tan suave que si
hubiera tenido alguno de aquellos bichos con pinchos, lo habría notado.
Cuando llegaron a casa se las ingenió
para limpiarla bien con gel y sacarle brillo sin que nadie la viera. La colocó en
lo más alto y la miró, llena de orgullo. Era la más grande, la más bonita. Gracias a
ella el árbol de este año no parecía tan triste.
"Bolita callejera, murmuró, vas a
traernos mucha suerte".
...Y sin embargo, aún podemos celebrar todo lo que hemos aprendido:
-Que la fragilidad está muy cerca de la verdad y de la belleza.
-Que se puede sonreír con los ojos.
-Que se puede abrazar sin los brazos.
-Que todos somos teclas de un mismo piano, notas de una misma partitura.
-Que los corzos se han atrevido a abrevar en las fuentes de colores.
-Que todos somos supervivientes.
-Que han nacido flores en los senderos.
-Que el silencio tiene su propia música.
-Que en cada casa cabe el mundo entero.
-Que la distancia no se mide en metros.
-Que cada corazón es una casa.
-Que nunca hemos de dar por conquistada la alegría.
-Que muchas personas han sabido ser sol en la niebla, luz en la noche, mano que cura la herida.
-Que cualquiera puede ahora ampliar esta lista...
Alegres pastaban los tiernos corderillos...
Al paso del caminante, uno de ellos, quizá el más clarividente, levantó la cabeza y se lo quedó mirando. Su balido parecía decir: ¡Feliz Navidad! Pero más que a deseo sonaba a imploración.
Cada vez que encendía el ordenador, tras teclear la clave, en la pantalla se encendía esta frase: TE DAMOS LA BIENVENIDA. Se preguntaba con inquietud por el sujeto de ese -diríamos que convencionalmente cordial- saludo. ¿A quién representaba esa primera persona del plural que con tanta familiaridad lo tuteaba? Y no podía evitar que su suspicacia fuera a más. ¿Y si detrás de ese elíptico nosotros no había un 'quiénes', sino un 'qué'?
A través de la ventana del jardín la ve llegar todos los días, siempre a la hora del desayuno. La urraca se posa en lo más alto del abedul, en esa ramita temblorosa que el viento convierte en aparato de equilibrismo. Nunca se para en el tilo, que está justo al lado. Las ramas desnudas del abedul casi brillan, de tan blancas, como una osamenta antigua, bien limpia de carroña. Las del tilo son oscuras, muy próximas a la negrura. El plumaje de la pega es blanco y negro, pero por alguna razón sólo busca la armonía del blanco, de la mitad de su naturaleza.
El fotógrafo no se pregunta qué reglamento de régimen interno, qué deseo inconsciente, qué especie de rutina obliga a la picaza a detenerse todos los días en el mismo sitio y a la misma hora. No busca respuestas, prefiere imaginarlas. E imagina que la urraca, igual que el muchacho siberiano del que hablan los periódicos, lo que quiere es pillar internet. Al fin y al cabo, en palabras del poeta, su casa y su jardín están situados en "el corazón de roble de Iberia y de Castilla". Sólo una letra le falta a Iberia para ser Siberia: ambas son frías y están poco habitadas. Y en ambas hay que esforzarse y subir a lo más alto para captar las débiles señales que llegan del mundo exterior.
Habían nacido en la edad de las distancias, de la desconfianza, del no tocar ni ser tocado, de medir con la mirada la separación higiénica. Se acostumbraron a no abrazar y a no ser abrazados. La sabia naturaleza hizo el resto: les salieron púas.
Así surgió la estirpe de los niños erizo.
Al principio todo pareció ir bien (somos seres
adaptables) pero cuando estos niños se hicieron mayores comenzaron a sentir el
frío de la existencia, que solo la compañía atenúa. Y entonces, al intentar
acercarse unos a otros, descubrieron con desesperación que los habían obligado a elegir entre el frío
y el dolor.
Afuera ulula un viento helado y ráfagas de una nieve mezquina y ratonera, apenas esquirlas de hielo, azotan los cristales. Tarde de úrguras en las Tierras Altas de Soria.
Quiero combatir este frío ártico con una palabra recientemente rescatada de mi infancia salmantina: 'RACHIZO'. Como me ocurre con frecuencia en estos casos, no la encuentro en el DRAE, pero vive en mi memoria. Y me gusta. Rima con 'hechizo' y en su etimología creo rastrear relaciones peregrinas con 'racha', 'rachear' y 'rajar'. Me conducen por un lado a las rachas de viento y nieve, y por otro a rajar con el hacha un buen tronco para que arda mejor.
Según yo la interpreto se refiere a un leño, un grueso trozo de madera abierto y dispuesto para el fuego. Este término no es de carpintería ni para la construcción, es puro combustible. Voy a echar uno a la lumbre. Una pena que no sea de encina, pero el roble tampoco está mal. A falta de pan...
El viejo abejar deshabitado y silencioso, sin el rumor ajetreado de las abejas, con sus colmenas de tronco de árbol -tan parecidas a casas, como si el apicultor quisiera humanizar y seducir al enjambre- y su ingenuidad de industria arcaica... Un valladar arruinado de postes de sabina y dientes oxidados de sierra lo defendió contra los ataques de los ladrones de miel -esos que roban la dulzura que no saben producir-, pero no pudo protegerlo del peor de los depredadores: el tiempo.
Murió solo.
Al día siguiente un millón de personas se peleaba por ver su cadáver.
1. Proclamó Nietzsche: "¡Dios ha muerto!"
Estaba muy equivocado. De hecho, Dios no había nacido todavía. Nació en 1960 y acaba de morir.
2. El cielo es argentino: D10s (Maradona), el Mesías (Messi) y su Vicario en la tierra (Bergoglio)
Néstor Giuliani (tanguista y filósofo porteño, entre lágrimas)
REQUISITOS PARA SER DIOS (s. I d.C.)
-Ser omnipotente.
-Ser omnisciente.
-Ser omnipresente.
REQUISITOS PARA SER D1OS (s. XXI d.C.)
-Patear muy, muy, muy bien una pelota.
(Y engañar al Árbitro -que no es ni omnisciente, ni omnipresente ni omnividente- metiendo un gol con la mano.)
¡Vamos progresando!
(A. Aguado)
Todas las noches, antes de dormir, se
veía obligado a cometer un asesinato si no quería pasarse las horas en vela.
Puntual, sometida también a las
rutinas nocturnas, en cuanto él encendía la lámpara de lectura, se acomodaba en
la cama y abría el libro ( una novela alemana de difícil digestión), la mosca
comenzaba su bordoneo frenético, su revolar aturdido y suicida. Chocaba contra
las paredes, emitía un zumbido de engranajes mal lubricados, caía en picado
sobre la zona de luz. Daba la impresión de estar mal hecha, de que le faltaba
el sentido de la vista y la capacidad de orientarse.
Rezongando y maldiciendo, se levantaba, agarraba con rabia la
camiseta -el vello erizado, con adrenalina de cazador- y acababa aplastándola
contra el cristal de la ventana, contra la pared o contra el suelo. Imposible
dejar el cadáver allí, toda la santa noche, emitiendo reproches con forma de
pesadilla. Tenía que ir a buscar la escoba para retirar el negro y diminuto
fiambre.
La mosca suya de cada noche. Porque lo
peor era eso: pensar que siempre se trataba de la misma mosca.
Indagar en las palabras, remontarse a su origen, permite limpiarlas de impurezas, arrebatárselas a la rutina y sacar a relucir su esencia.
Si hoy nuestra atención se fija en 'aislados' es porque define el tiempo que estamos viviendo. Su etimología es muy ilustrativa. Este término lleva en su interior un nombre común de resonancias míticas y viajeras: está construido sobre 'isla'.
Vivir aislados es habitar una isla, haber adquirido sus características; o mejor, ser una isla, estar obligados a la ausencia de contacto. Pero las islas son también el escenario preferente de aventuras que han hecho arder la imaginación de la humanidad desde antes de los tiempos de Homero. Y tienen formas de agruparse: los archipiélagos.
De ahora en adelante, cada vez que pronunciemos esta palabra con tono quejumbroso, deberíamos pararnos a meditar un momento en nuestro destino provisional de robinsones y en todas las oportunidades de aprendizaje para la supervivencia que se nos ofrecen. No siempre la soledad ha de ser mala consejera.
(Han querido los diablillos traviesos de la onomástica que nuestro Ministro del Aislamiento se apellide Illa -en catalán 'isla'-; dejaremos de lado lo que implica su nombre, Salvador.)
Un sol de otoño
se vierte sobre el campo
como ocultándose.
Apacible el rebaño
apacentándose.
Tarde de égloga.
Llegó tarde al otoño de las hayas
(era un año de tiempo enloquecido).
Ya todo su esplendor
yacía sobre el musgo.
Las hojas rojas se apagaban
sobre las rocas frías.
No encontró la fácil belleza que buscaba.
A cambio le fue dada
la hermosura desnuda y sin engaños
que revela su enigma
en el desprendimiento.
Llamaré a este teléfono. O mejor, seguiré a este hombre. Quiero hacerle un encargo. Siempre he deseado habitar en un poema como se habita en una casa de hermosas paredes, hecha de palabras y cimentada en la etérea materia de las metáforas.
(En vista de que la poesía es mal negocio, hemos decidido pasarnos al ladrillo, que es mucho más rentable)
Me he enterado por los medios de comunicación de que anoche cené magras, zarajos y atascaburras, confesó el piadoso exministro.
Llegó tarde al otoño de los chopos.
Llegó tarde a su luz desamparada.
Solo unas pocas hojas, en lo alto,
se atrevían a negar la desnudez.
Y pensó en la última
mirada dulce de un enfermo.
Y pensó en esos fuegos que electrizan
la punta de los mástiles
de un barco desnortado en noche de tormenta.
Pensó en la débil llama de una lámpara
ardiendo en una ermita solitaria
a punto de quedarse sin aceite.
Y pensó, sobre todo,
en la frágil verdad de la belleza.
El Dolor Universal que se había
expandido por el planeta le hizo volver los ojos al Dios de su infancia. Quizá
también tuviera que ver en ello la edad, esa incierta travesía plagada de
amenazas que comienza a los sesenta. Sea como fuere, a veces brotaba en su interior la tardía necesidad de un Padre, ahora que ya era
abuela. En el fondo le daba igual que
fuera protector o justiciero, tanto consuela sentirse amparada como tener a
quien reprochar las desgracias.
Entró en la iglesia con cierto aire clandestino,
como quien lo hace en un local de apuestas. Recordó aquellos tiempos casi medievales en que la obligaban a ponerse un velo para ir a misa. A la derecha de la puerta,
esperándola desde siempre en la penumbra, entrevió la pila de piedra. Dudó un momento. Hacía más de
cuarenta años que no realizaba el gesto de mojarse los dedos en el agua
bendecida y persignarse mientras musitaba una jaculatoria. Si se decidía a completarlo,
aquel sencillo ritual podía dar un vuelco a su vida y arruinar su bien trabajada condición de descreída. Por la grieta de su razón
desencantada penetraría el poderoso, subyugante torrente de lo sagrado.
Un poco de soslayo, alargó la mano y
la metió en la pila: estaba seca. A tientas, topó con algo extraño. En el lugar del agua bendita había ahora un
dispensador de gel hidroalcohólico.
Se lo tenía bien organizado. Su contrato como camarera en un chiringuito de la playa finalizaba en septiembre. Regresaba entonces a casa, a su ciudad pequeña de interior y solicitaba una plaza en el Ayuntamiento. No solía haber problemas para conseguirla.
Todos los años por esas fechas reforzaban la brigada municipal de limpieza. La broza se acumulaba en las calles y, especialmente, en el parque.
La primera mañana, cuando
arrancaba el motor del soplador, era para ella una fiesta. Le aguardaba un mes
de disfrute y poderío. Las generaciones de hojas amarillas se sucedían. Los
paseos alfombrados de color le parecían las galerías de un palacio de cuento.
Se sentía una diosa dominadora de un pequeño vendaval. Los niños la miraban con
envidia mientras provocaba torbellinos.
Todo esto, con ser mucho, palidecía al
lado de su placer más íntimo: cosechar tanta belleza justo antes de que
iniciara el camino hacia la putrefacción.
El mismo cielo, desde el mismo lugar, a la misma hora.
Con solo cambiar la dirección de la mirada, el fotógrafo obtuvo imágenes de sugerencias contradictorias.
Hacia el mar, la serenidad, la placidez, la armonía.
Alguien parece caminar sobre las aguas. Una gaviota solitaria, apenas un punto sobre una roca que aflora, parece absorta frente a la grandeza del horizonte:
Hacia la tierra, nubarrones dramáticos que sugieren una boca a punto de devorar unos árboles desnudos, un gran pez extraviado en el cielo de la tarde:
Royó el tiempo
la madera tan dura del duramen:
ahora su corazón
es tan solo de aire.
Pero sigue viviendo
en la alegría de las ramas.
Sigue latiendo
con el pulso lejano de los vientos,
con la cadencia amable de la ausencia,
con el trino florido de algún pájaro.
El viejo corazón del viejo roble
ha aprendido a ser otro,
a diseminarse.
El paisaje frunce el ceño.
Una ceja oscura
sobre el ojo de la cordillera.
El aliento tibio de los montes
se hace nube.
Humo de un incendio remoto.
El primer frío del otoño
nos arruga también el rostro,
impacientes por saltar
las bardas del horizonte
para perseguir el recuerdo del verano.
Por si lo habíamos olvidado
las ovejas nos recuerdan
el valor de la lana,
esos vellones cálidos
parecidos a nubes.
Todo se corresponde.
Si hubiera un diccionario poético, así podríamos acercarnos a la palabra Bardera. No sé si la emplearán los meteorólogos. No sé si figurará en el Atlas de Nubes. Pero aquí, en cuanto alguna persona mayor la pronuncia, sabemos que ha llegado el frío de verdad. Y corremos a encender la lumbre.
-No sirves para nada -le gritaban.
-Te morirás de hambre -le auguraban.
-¡Poeta! -la insultaban.
Pero ella no hacía caso. Que las otras alardearan de sus míseras capturas. Ella estaba fascinada con las gotas de rocío apresadas en su tela que brillaban al primer sol de la mañana con un fulgor extraño y cautivador.
Hubo en tiempo en que los lobos tenían que disfrazarse de corderos si querían tener algún éxito en su intento de engañar para depredar. Ya no se toman la molestia: no lo necesitan. Se presentan a cara descubierta ante la multitud congregada y el rebaño -democrática, entusiásticamente- los elige para conducir su destino. Hay quien piensa que el rebaño no sabe lo que hace; y, sin embargo, si creemos a los optimistas antropológicos, nunca el rebaño ha tenido más medios para saber lo que hace.
Quizá el peligro radica, pura y simplemente, en ser rebaño.
(Mateo Ortiz, pensador derrotista)
Hay un tramo del recorrido, entre el km 7.5 y el 8.1, en que el corredor tiene la clara percepción de que, en ambas direcciones, el camino toma una leve inclinación descendente que sus piernas agradecen soltándose con alegría.
Muchas veces el corredor se ha preguntado, intrigado, si esta imposibilidad física se explica por una ilusión óptica, por un deseo aliviador del cansancio, por un espejismo de músculos y pulmones ansiosos de encontrar motivos para continuar. Y muchas veces también el corredor ha estado tentado de convertir esos 600 metros en un circuito cerrado, ida y vuelta, ida y vuelta, un bucle feliz, y así disfrutar de una inacabable cuesta abajo que le libre de la certeza de pagar con el dolor de las subidas la felicidad de bajadas.
Pero
un destello de sabiduría le hace desistir: no hay que abusar de los engaños
favorables no vaya a ser que el hechizo se acabe o, lo que aún es peor, sea
sustituido por una maldición. Como en la canción: "Y cuando bajo, y cuando
bajo, se me hace cuesta arriba la cuesta abajo."
Cuando septiembre avanza por la amarilla desnudez de sus rastrojos, el caminante se detiene y colecciona en la mirada las últimas flores de la estación, casi todas decayendo hacia el lado frío del espectro: azules, añiles, violetas. (Aunque un astrónomo discreparía: las estrellas se apagan hacia el rojo, no hacia el azul). Es el momento del biércol, de las quitameriendas y de la achicoria.
¡Achicoria!, con solo pronunciar esta palabra la boca se nos llena de un regusto a infusión pobre, a desayuno de posguerra. Con el sabor de su raíz tostada trataban de engañar nuestra nostalgia de lo auténtico. Cuanto más pretendían convencernos de sus increíbles beneficios para la salud más agudo era nuestro deseo de llevarnos al paladar el aroma nervioso, cálidamente amargo del café.
Y sin embargo sus flores azules son hermosas. Quizá no sean la Flor Azul de los sueños del poeta alemán Novalis, ese símbolo romántico de un anhelo inefable identificado con el amor, huérfano de infinito. Pero en su humildad de planta caminera florece la achicoria como un consuelo para el ánimo alicaído por la llegada del otoño.
Cuenta A. K., periodista apresado por los franquistas tras la sangrienta toma de Málaga:
"Arranqué un pedazo de alambre del catre y me puse a garabatear en la pared fórmulas matemáticas. Resolví la ecuación de la elipse, pero no pude sacar la de la hipérbola. Las fórmulas se hicieron tan largas que iban desde el retrete hasta el lavabo."
Trataba así de hacer más llevadera su estancia en la celda. Curiosa manera de taponar la hemorragia de la mente, de matar el tiempo, antes de que el tiempo lo matara a él. Había sido condenado a muerte por espía (igual lo hubieran podido condenar por haber nacido en Hungría). Parecería como si un dios matemático y geómetra desde su intocable universo de exactitud y lógica le hubiera concedido una tregua a fin de que completara la ecuación: fue indultado, vivió para contarlo en su Testamento español, y gozó de largos días hasta que decidió poner fin a ellos en compañía de su esposa.
(Hipérbola, esa curva doble cuyos brazos se separan irremediable, civilizadamente, guardando siempre su simétrica compostura.)
Leer en el jardín, al amparo en sombra
de un árbol, sintiendo el roce de la brisa fresca de la mañana: un placer
solitario.
No tan solitario. El aire está lleno
de minúsculos seres afanosos, insectos alados que arrastran un trajín de
sísifos en busca de la supervivencia: el alimento, la lucha, la reproducción.
Cruzan al trasluz poblando la mirada. De los árboles caen partículas, polvillo
fecundador, semillas aladas, hilos de arañas invisibles, hojas muertas que preludian
el otoño. Bulle la vida en su registro más primitivo y esencial.
Una hormiga recorriendo la página de la novela rusa intriga y desorienta al lector. ¿Cómo ha llegado hasta allí? Curiosea por los renglones; husmea, ansiosa, la textura del papel. Por momentos parece un crítico literario buscando un defecto de construcción, la genialidad de una frase. El azar la hace detenerse sobre pulgones: Masha comprobó con tristeza el destrozo que los pulgones habían provocado en los rosales del jardín. La hormiga trata de desprender la palabra, de hacerla suya, de llevársela a su hura quizás para ordeñarla. En vano se fatiga. De pronto pierde todo interés y se detiene. Acaba de descubrir que su cuerpo negro sobre la página blanca bien podría tomarse por la letra de algún alfabeto enigmático. Se tiende horizontal y quietecita espera pacientemente a ser leída.
Antes de conocerte ya soñaba
Bosques lunares de pálidas ramas
Emergiendo entre la niebla de la estepa.
Después tuve un jardín y te planté
Una tarde de nieve en que el
futuro
Llamó a mi corazón con voz de
náufrago.
En el pueblo lo conocíamos como Manuel, el de la telefonista. Él no parecía llevar mal que se le conociera como el marido de Adela, la mujer que metía y sacaba clavijas, que gobernaba la centralita telefónica y sabía muchas cosas que no debería haber sabido. Apenas se le veía por las calles, lo suyo era estar siempre en el campo, levantando paredes, arreglando los cercados de piedra de prados y cortinas. No era albañil, no construía casas, no usaba el yeso ni el cemento: juntaba piedras. Y tenía un arte especial para ello. Conocía los trozos de pizarra como nadie, sabía buscarles las vueltas y encajarlos sin argamasa como si fueran piezas de un rompecabezas. Dócilmente se sometían a su designio y ocupaban su lugar en la valla. Podía vérsele a cualquier hora del día, desde muy temprano y hasta que anochecía, agachado junto a alguna de las múltiples cercas de pizarra que separaban las propiedades del término municipal.
Trabajo no le faltó nunca. Por
primorosa que fuera su labor, el tiempo
inclemente, la lluvia, el viento, el hielo, las cabras, los arados y en
ocasiones la mala voluntad, se cebaban
con los muretes que desfallecían, se abombaban, se hundían, les salían panzas y
bultos, sufrían bruscos empellones, perdían las losas que los coronaban y
acababan deteriorándose. Los chavales del pueblo -en una tradición heredada de
los mayores- estábamos firmemente convencidos de que Manuel hablaba con las
piedras y de que estas le contestaban en un idioma que solo él conocía. Lo
cierto es que, aunque alguna vez lo espiamos, nunca logramos sorprenderlo en su extraña charla.
Manuel no se jubiló ni descansó nunca. El cura lo dejó por imposible y le perdonó su ausencia contumaz de la misa de los domingos y fiestas de guardar suponiendo en él cierta debilidad mental y añadiendo la dudosa coartada teresiana de que si Dios está entre los pucheros con mayor razón ha de estar en medio del campo, sobre el humilde templo de piedras alzado por un pobre hombre que ni sabe que cree.
Y fue precisamente un
domingo cuando Manuel dejó de trabajar. Me lo encontré a la puesta de sol, tendido en
el suelo, a la sombra de una de sus paredes de pizarra, en el paraje de
Fuentebuena, cuando fui a recoger la vaca del prado para devolverla al establo. Tenía la
cabeza apoyada en una piedra redondeada, como pulida; una de esas piedras
rebeldes e insolidarias, muy rodadas, que no hacen pared porque no tienen
esquinas, se escabullen, se resbalan y no se dejan colocar. Me pareció que tenía el hueco de
la nuca felizmente acomodado en aquella almohada de pizarra y que sonreía. No
me atreví a acercarme a él por si se despertaba.
Recuerdo que aquella noche dormí mal.
Había visto en la televisión un episodio de Historias para no dormir y mis
sueños se poblaron de seres de pesadilla escapados de la tétrica imaginación de Poe. Uno de los muertos que se levantaba
de su tumba tenía la cara de Manuel, sus andares ceremoniosos de piernas
abiertas y cuerpo oscilante.
Me despertó el toque de difuntos. Como
se había hecho muy de noche y no volvía a casa, Adela se preocupó y dio el
aviso. Cuando dieron con él de madrugada estaba casi frío: guardaba un poco de
calor, como una de sus piedras después de un día de buen sol.
A veces, un poco cansado de sí mismo, del peso de su existir, depositaba temporalmente toda su conciencia en La Nube, y descansaba. Toda su memoria reposaba allí, en algún sitio innominado. Disfrutaba entonces de una plácida sensación de liviandad. Cuando la hacía regresar, su conciencia se le mostraba ubicua, volátil, vaporosa, sin perfiles definidos, con una vaga añoranza de la tierra. Como una nube vagabunda en el cielo de septiembre.
No sabían si eran uno o dos, pero no les importaba. Llevaban juntos toda la vida. Sus troncos quizá podrían separarse a golpe de hacha, pero sus raíces formaban una madeja inextricable.
Hace mucho tiempo que esta señal ha entrado en la amable y melacólica edad de la obsolescencia. Ya no hay tren, ni siquiera vía, y del antiguo paso y su acechante peligro -que alguna vez pudo convertirse en trágicamente real- no hay quien se acuerde. La misma señal, oxidada, como embebida por el auge del bosque, parece el esquema de un futuro árbol.
Es el momento de burlarse del aviso y de su sintaxis perentoria y elíptica, de experimentar con las posibles combinaciones de las palabras, de encontrar otra dirección para la lectura que nos libere de la obligación de leer siempre siguiendo la misma línea.
OJO AL GUARDA, PASO SIN TREN.
OJO AL PASO, TREN SIN GUARDA.
GUARDA AL PASO, OJO SIN TREN.
OJO SIN GUARDA, PASO AL TREN.
PASO AL GUARDA, TREN SIN OJO.
GUARDA SIN OJO, TREN AL PASO...
¿Y si movemos de sitio la coma o la suprimimos?
PASO AL GUARDA TREN SIN OJO.
PASO, GUARDA, AL TREN SIN OJO...
Como en la poesía, de la inutilidad nace el juego y se desvanece la aparente solidez del significado, hasta convertirlo en un jamais vu.
Esta raíz prefija de origen griego, que significa 'a distancia', ya había sido utilizado en el siglo XVII para denominar al 'telescopio', de dudosa paternidad, y resurgió con fuerza en muchos neologismos tecnológicos a partir del siglo XIX ante la necesidad de bautizar inventos como el telégrafo y el teléfono. Más tarde llegarían otros muchos: televisión, teleférico, teletipo, teleobjetivo, telesilla.
La pandemia ha vuelto a darle nueva
vigencia hasta el punto de hacer de ella un síntoma de nuestra época. Ahora se la podría anteponer casi a cualquier palabra: teleenseñanza,
teletrabajo, telemedicina, telecomida, telesexo... Y también teleabrazo,
telebeso, teleamistad, teleocio, telecompra... La comunicación se está
volviendo exclusivamente telecomunicación y hay quien dice que estamos siendo
teledirigidos y que esta televida no es más que telebasura.
Habrá que encomendarse a alguna vacuna eficaz
para volver a acortar distancias.
Volad a los valles,
veloces traed
la esencia más pura
que sus flores den.
Veréis, cefirillos,
con cuánto placer
respira su aroma
la flor del Zurguén.
(Meléndez Valdés)
El poeta Meléndez Valdés lo cantó en una letrilla convirtiéndolo en referencia de idilios pastoriles almibarados. Hoy, a la vista de su cauce, a trechos agostado, a trechos convertido en cloaca, infestado por una vegetación heroica y poco escrupulosa, el Zurguén, arroyo que se entrega al Tormes casi a la sombra de las catedrales, solo inspiraría algún poema de realismo sucio o una lacrimosa elegía ecologista. Y si a un rapero o a un poeta trasnochado se les ocurriera llamar a su enamorada "Flor del Zurguén" el halago se habría vuelto insulto y habrían arrastrado por el fango sus amoríos.