martes, 24 de noviembre de 2020

LA MOSCA


Todas las noches, antes de dormir, se veía obligado a cometer un asesinato si no quería pasarse las horas en vela.

Puntual, sometida también a las rutinas nocturnas, en cuanto él encendía la lámpara de lectura, se acomodaba en la cama y abría el libro ( una novela alemana de difícil digestión), la mosca comenzaba su bordoneo frenético, su revolar aturdido y suicida. Chocaba contra las paredes, emitía un zumbido de engranajes mal lubricados, caía en picado sobre la zona de luz. Daba la impresión de estar mal hecha, de que le faltaba el sentido de la vista y la capacidad de orientarse.

Rezongando y maldiciendo, se levantaba, agarraba con rabia la camiseta -el vello erizado, con adrenalina de cazador- y acababa aplastándola contra el cristal de la ventana, contra la pared o contra el suelo. Imposible dejar el cadáver allí, toda la santa noche, emitiendo reproches con forma de pesadilla. Tenía que ir a buscar la escoba para retirar el negro y diminuto fiambre.

La mosca suya de cada noche. Porque lo peor era eso: pensar que siempre se trataba de la misma mosca.



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