Todas las noches, antes de dormir, se
veía obligado a cometer un asesinato si no quería pasarse las horas en vela.
Puntual, sometida también a las
rutinas nocturnas, en cuanto él encendía la lámpara de lectura, se acomodaba en
la cama y abría el libro ( una novela alemana de difícil digestión), la mosca
comenzaba su bordoneo frenético, su revolar aturdido y suicida. Chocaba contra
las paredes, emitía un zumbido de engranajes mal lubricados, caía en picado
sobre la zona de luz. Daba la impresión de estar mal hecha, de que le faltaba
el sentido de la vista y la capacidad de orientarse.
Rezongando y maldiciendo, se levantaba, agarraba con rabia la
camiseta -el vello erizado, con adrenalina de cazador- y acababa aplastándola
contra el cristal de la ventana, contra la pared o contra el suelo. Imposible
dejar el cadáver allí, toda la santa noche, emitiendo reproches con forma de
pesadilla. Tenía que ir a buscar la escoba para retirar el negro y diminuto
fiambre.
La mosca suya de cada noche. Porque lo
peor era eso: pensar que siempre se trataba de la misma mosca.
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