miércoles, 31 de agosto de 2022

PÁJARO TELEGRAFISTA

  

Quien tiene un jardín corre el peligro de entablar peregrinas relaciones con los pájaros: eso se  decía para justificar su extraña percepción.

En cuanto se sentaba a leer bajo el fresno el pájaro se llegaba a la copa y desde allí comenzaba su transmisión. Era un pájaro esbelto, delicado, no mayor que un gorrión pero mucho más estilizado. Su plumaje discreto, en tonos grises, tenía algo de elegante traje de ceremonia. Por mucho que buscó en guías ornitológicas no logró identificarlo. Quizá era un pájaro único, a un paso de ser imaginario. Lástima que el canto no le acompañara. Ni siquiera podría llamarse canto a esos sonidos que eran un tableteo, una serie de pulsos como de duras maderitas golpeadas, de finas castañuelas, casi con timbre metálico. Le recordaban a las señales emitidas por los viejos telégrafos. 

Estaba siendo un verano ardiente. La copa del fresno, otrora frondosa, raleaba y amarilleaba, anticipando un otoño mezquino.

A fuerza de oír y de tratar de entender algo, llegó a advertir una cadencia en los sonidos. El pájaro telegrafista emitía tres pulsaciones cortas, después tres largas y por último otras tres cortas: SOS.

sábado, 27 de agosto de 2022

PRIMER AMOR

 






Obnubilados

frente a las lentas aguas del crepúsculo:

Primer amor. 

¿Primer dolor?

miércoles, 24 de agosto de 2022

GAFAS DE SOL

 


Cuando el Ayuntamiento contrató al escultor para que colocara una de sus obras sobre el acantilado no se esperaba unas gafas, unas gafas enormes que parecían extraviadas allí por algún gigante despistado (aunque estaban junto al Cantábrico se descartó al ojáncano por tener un solo ojo, como Polifemo). 

Preguntado por la intencionalidad artística que había dirigido su creación, respecto a la que buena parte del Consistorio mostró extrañeza, cuando no rechazo, el escultor no dudó en su respuesta.

    -He pretendido subvertir la finalidad de un objeto tan cotidiano como son las gafas.

    Y ante la estupefacción de su auditorio concluyó:

    -Estas no son unas gafas para ver, sino para que te vean. En Instagram, claro.

    El tiempo pareció darle la razón. Eran muy pocos los visitantes que resistían la tentación de fotografiarse junto a ellas y compartir la instantánea: liliputienses necesitados de alguna grandeza.





sábado, 20 de agosto de 2022

INEXISTENCIA

 

«Me he vuelto invisible», se quejaba a veces, con mucha más frecuencia desde que se  había jubilado. Su lamento apenas ocultaba ese deseo, tan infantil, de llamar la atención, de que le hicieran un poco de caso.

Supo que la cosa iba en serio, que la metáfora se había vuelto realidad, una noche al entrar en el portal de su casa. La puerta automática no se abrió, no detectó su presencia. Tampoco los sensores que encendían las luces al paso de alguien funcionaron. Se movió como un poseso tratando de activar el mecanismo. Fue inútil. No se trataba de una avería. Hubo de aceptar, entre el terror y la resignación, que ya no era nadie, que acababa de ingresar en la inexistencia.

miércoles, 17 de agosto de 2022

FIEBRE

 

El tema obligado y siempre tan socorrido  de conversación en la tertulia era el tiempo, las sucesivas olas de calor, la sequía, los incendios, el calentamiento global. Pero en una reunión en la que quien más quien menos todos tienen su prurito de profundos, originales y metafísicos, la climatología siempre acaba siendo trascendida.

-El mundo está que arde.

-Ni que lo digas.

-Tanto calor produce fiebre.

-Y cuando sube la fiebre se llega a delirar.

-Ahí le has dado. Vivimos una época delirante. 

-La realidad es sustituida por las alucinaciones.

-Deliran los economistas.

-Deliran los guionistas de las series y películas.

-Deliran los terraplanistas.

-Deliran los negacionistas.

-Deliran los políticos.

-Deliran los científicos.

-Deliran los poetas.

-Bueno, es su oficio ¿no?

-Y lo peor de todo, con tanto calor, delira la gente común, nosotros incluidos.

-Se acabó la letanía. Camarero, ¡otra cerveza bien fría!

viernes, 12 de agosto de 2022

LA VENTANA

 




Siempre que pasaba junto al paredón del antiguo convento alzaba la vista hasta sus altas y estrechas ventanas y se preguntaba por la finalidad de esos pinchos erizados en las rejas. Tenían, ciertamente, un carácter disuasorio, defensivo, y quién sabe si simbólico, pero no acertaba a precisarlo. No podía  tratarse de esos dispositivos antipalomas que ahora se utilizan para impedir que se posen en los alféizares: difícil imaginar que entonces fueran una plaga mientras el hambre campaba a sus anchas. Su finalidad más evidente sería la de evitar que algún merodeador, curioso o galanteador acercara su rostro a ellas para privarle de alguna seráfica visión o algún beso robado a una novicia. La longitud del pincho, su estudiada distancia para separar dos rostros, parecía abonar esta hipótesis. Pero las ventanas así defendidas estaban a gran altura del suelo y como no se utilizara  una larga y peligrosa escala... Y  si se quería apartar a las monjas de la nostalgia y la tentación del mundo, ¿no hubiera resultado mucho más útil colocar los pinchos hacia dentro?

Jugueteando con estas conjeturas asomó a su mente una absurda sospecha: Los presos, los enclaustrados, somos los que estamos fuera y los pinchos nos impiden acercarnos y vislumbrar esa vida arcana, ese territorio de renuncia, de sombra, de paz y de silencio que se dilata en su interior. Como el alambre de espino o las concertinas que protegen y cierran el paso a un huerto, a un jardín, a un paraíso.


jueves, 4 de agosto de 2022

QUÉ VIDA

 

Recién llegado a la ciudad a la que había sido destinado se sorprendió por la fórmula de saludo que con frecuencia allí se usaba. Era lacónica ─como correspondía a un carácter de sobria precisión─ y se componía de dos palabras, «qué» y «vida», y unos imaginarios puntos suspensivos. La curva que debía matizar su entonación le resultaba misteriosa, algo que, dada su condición de profesor de Lengua, fue origen de curiosas lucubraciones.

Su primera interpretación, la mera pregunta cortés (¿Qué vida llevas?, a la que se le había suprimido el verbo) pronto se reveló poco satisfactoria. Pareciera mostrar cierta curiosidad excesiva pero quien preguntaba se marchaba sin esperar respuesta. Por si fuera poco, la cuestión en sí abría la inquietante conjetura de que tenemos a nuestra disposición varias posibles vidas paralelas y que nos instalamos ─no se sabe si por capricho o destino─ en una de ellas pero teniendo siempre en reserva las otras como quien tiene varios trajes en el armario.

La segunda posibilidad era la interjectiva, una especie de lamento ritual (¡Qué vida esta...!), muy en sintonía con la anodina existencia provinciana, y no abría un horizonte muy prometedor para sus próximos años de residencia en la ciudad. Claro que también pudiera ser exclamación de gozo, de asombro, de extática conformidad con el aquí y el ahora.

Aguzando el oído cada vez que la escuchaba, creyó descubrir sutilísimas diferencias de acento en los sucesivos hablantes y ello comportaba significativas variaciones en el ánimo y en el sentido.

Al fin, sobrepasado por tanta carga existencial sostenida en la frágil percha de tan breve enunciado, decidió para sus adentros utilizar a su favor las posibilidades que le ofrecía la prosodia de la lengua y se ejercitaba ─bien asimilados ya los usos y costumbres lingüísticas de sus conciudadanos─ en la curiosa y divertida tarea de combinar intenciones y entonaciones. Y cuando se cruzaba en la Calle Mayor con algún conocido, según el día y su humor cambiante,  se adelantaba a proferir una de ellas:

─¿Qué vida...?

─¡Qué vida...!

─¿¡Qué vida?!

─¡¿Qué vida?!

─¿Qué vida!

─¡Qué vida?

Por si acaso, nunca se esperaba a ver la reacción que sus alambicadas expresiones causaban en el pasmado interlocutor.