Recién llegado a la ciudad a la que
había sido destinado se sorprendió por la fórmula de saludo que con frecuencia
allí se usaba. Era lacónica ─como correspondía a un carácter de sobria
precisión─ y se componía de dos palabras, «qué» y «vida», y unos imaginarios
puntos suspensivos. La curva que debía matizar su entonación le resultaba
misteriosa, algo que, dada su condición de profesor de Lengua, fue origen de
curiosas lucubraciones.
Su primera interpretación, la mera
pregunta cortés (¿Qué vida llevas?, a la que se le había suprimido el verbo)
pronto se reveló poco satisfactoria. Pareciera mostrar cierta curiosidad excesiva
pero quien preguntaba se marchaba sin esperar respuesta. Por si fuera poco, la
cuestión en sí abría la inquietante conjetura de que tenemos a nuestra
disposición varias posibles vidas paralelas y que nos instalamos ─no se sabe si
por capricho o destino─ en una de ellas pero teniendo siempre en reserva las otras como quien tiene varios trajes en el armario.
La segunda posibilidad era la interjectiva, una especie de lamento ritual (¡Qué vida esta...!), muy en sintonía
con la anodina existencia provinciana, y no abría un horizonte muy prometedor
para sus próximos años de residencia en la ciudad. Claro que también pudiera ser exclamación de gozo, de asombro, de extática conformidad con el aquí y el ahora.
Aguzando el oído cada vez que la
escuchaba, creyó descubrir sutilísimas diferencias de acento en los sucesivos
hablantes y ello comportaba significativas variaciones en el ánimo y en el
sentido.
Al fin, sobrepasado por tanta carga
existencial sostenida en la frágil percha de tan breve enunciado, decidió para
sus adentros utilizar a su favor las posibilidades que le ofrecía la prosodia
de la lengua y se ejercitaba ─bien asimilados ya los usos y costumbres
lingüísticas de sus conciudadanos─ en la curiosa y divertida tarea de combinar intenciones
y entonaciones. Y cuando se cruzaba en la Calle Mayor con algún conocido, según
el día y su humor cambiante, se
adelantaba a proferir una de ellas:
─¿Qué vida...?
─¡Qué vida...!
─¿¡Qué vida?!
─¡¿Qué vida?!
─¿Qué vida!
─¡Qué vida?
Por si acaso, nunca se esperaba a ver
la reacción que sus alambicadas expresiones causaban en el pasmado interlocutor.
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