Siempre que pasaba junto al paredón del antiguo convento alzaba la vista hasta sus altas y estrechas ventanas y se preguntaba por la finalidad de esos pinchos erizados en las rejas. Tenían, ciertamente, un carácter disuasorio, defensivo, y quién sabe si simbólico, pero no acertaba a precisarlo. No podía tratarse de esos dispositivos antipalomas que ahora se utilizan para impedir que se posen en los alféizares: difícil imaginar que entonces fueran una plaga mientras el hambre campaba a sus anchas. Su finalidad más evidente sería la de evitar que algún merodeador, curioso o galanteador acercara su rostro a ellas para privarle de alguna seráfica visión o algún beso robado a una novicia. La longitud del pincho, su estudiada distancia para separar dos rostros, parecía abonar esta hipótesis. Pero las ventanas así defendidas estaban a gran altura del suelo y como no se utilizara una larga y peligrosa escala... Y si se quería apartar a las monjas de la nostalgia y la tentación del mundo, ¿no hubiera resultado mucho más útil colocar los pinchos hacia dentro?
Jugueteando
con estas conjeturas asomó a su mente una absurda sospecha: Los presos, los
enclaustrados, somos los que estamos fuera y los pinchos nos impiden acercarnos y vislumbrar esa vida arcana, ese territorio de renuncia, de sombra, de paz y de silencio que se
dilata en su interior. Como el alambre de espino o las concertinas que protegen y cierran el paso a un huerto, a un jardín, a un paraíso.
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