«Me he vuelto invisible», se quejaba a
veces, con mucha más frecuencia desde que se
había jubilado. Su lamento apenas ocultaba ese deseo, tan infantil, de llamar
la atención, de que le hicieran un poco de caso.
Supo que la cosa iba en serio, que la
metáfora se había vuelto realidad, una noche al entrar en el portal de su casa.
La puerta automática no se abrió, no detectó su presencia. Tampoco los sensores
que encendían las luces al paso de alguien funcionaron. Se
movió como un poseso tratando de activar el mecanismo. Fue inútil. No se
trataba de una avería. Hubo de aceptar, entre el terror y la resignación, que
ya no era nadie, que acababa de ingresar en la inexistencia.
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