Quien tiene un jardín corre el peligro de entablar peregrinas relaciones con los pájaros: eso se decía para justificar su extraña percepción.
En cuanto se sentaba a leer bajo el fresno el pájaro se llegaba a la copa y desde allí comenzaba su transmisión. Era un pájaro esbelto, delicado, no mayor que un gorrión pero mucho más estilizado. Su plumaje discreto, en tonos grises, tenía algo de elegante traje de ceremonia. Por mucho que buscó en guías ornitológicas no logró identificarlo. Quizá era un pájaro único, a un paso de ser imaginario. Lástima que el canto no le acompañara. Ni siquiera podría llamarse canto a esos sonidos que eran un tableteo, una serie de pulsos como de duras maderitas golpeadas, de finas castañuelas, casi con timbre metálico. Le recordaban a las señales emitidas por los viejos telégrafos.
Estaba siendo un verano ardiente. La copa del fresno, otrora frondosa, raleaba y amarilleaba, anticipando un otoño mezquino.
A fuerza de oír y de tratar de entender algo, llegó a advertir una cadencia en los sonidos. El pájaro telegrafista emitía tres pulsaciones cortas, después tres largas y por último otras tres cortas: SOS.
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