Todo lo que le había quitado a la piedra para arrancarle esas formas que se negaba a darle aunque en ella estuvieran, esa materia sobrante (lascas, esquirlas, añicos) antes de desbastarla, abujardarla o pulirla para labrar sillares y capiteles o para esculpir ángeles, músicos, endriagos, pantocrátor... todo desembocaba en ese polvillo último que había ido respirando como quien aspira el humo del triunfo y que ahora, depositado en el fondo de sus pulmones llagados de cicatrices, le negaba el aire y la vida.
La silicosis del cantero, la venganza definitiva de la
piedra inerte y salvaje obligada a ser casa, templo, alegoría.
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