sábado, 28 de agosto de 2021

TAUROMAQUIA (I)

 






Lejos quedan los tiempos en que el hambre daba más cornadas que los toros y los jóvenes aspirantes a figura de los ruedos se jugaban el pellejo a la luz de la luna trasteando con nocturnidad erales o saltando como espontáneos a la plaza. Poco resta de aquel halo de trágico romanticismo y de la estética fascinación que los practicantes del arte de Cúchares provocaban indistintamente entre el pueblo llano y entre los más encumbrados próceres y artistas.

Una muleta y un estoque apoyados contra el tronco de un árbol en el parque. Un hombre maduro ─uno se lo imagina torero frustrado, quizá banderillero en la cuadrilla de un matador sin demasiado lustre─ da unos pases a un muchacho que empuja un carretón con cuernos mientras otros adolescentes miran y aprenden. La escena evoca un juego infantil y está bañada de esa luz añeja que envuelve a lo prescrito. Hay que hacer un esfuerzo de imaginación solo al alcance de quien vivió otros tiempos menos afeitados para vislumbrar que allí, en ese momento, los espectros intercambiables de la Gloria y la Muerte ya están afilando sus pitones.


domingo, 22 de agosto de 2021

LA PARADA DEL AUTOBÚS

 

En la solitaria parada del autobús rural el curioso viajero impertinente encontró sobre el asiento, sujeta con una piedra para que el viento no se la llevara, esta fotonovela que en su juventud llegó a ser muy famosa: «Simplemente María». No resistió la tentación de hojearla, algo que en su adolescencia quizá le hubiera avergonzado. Estaba bien conservada, a pesar de los años transcurridos, del desgaste de dedos y miradas. Sin duda no había estado a la intemperie, sino cuidadosamente guardada en un cajón o una estantería. ¿Quién se la habría olvidado allí? ¿Quién podría tener afición a leer aquella literatura rosa trasnochada, barrida por las telenovelas venezolanas, mejicanas, turcas o de producción nacional? Estas preguntas y la presencia misma de la revista con sus fotos apagadas y su ingenuo sentimentalismo hacían de la moderna cabina de espera una cápsula de tiempo, una nave viajera por la dimensión inquietante del pasado.

Había más: oculta entre sus páginas encontró una hoja cuadriculada arrancada de un cuaderno, en la que, con una caligrafía de la época en que la escritura a mano era una habilidad cultivada, estaba escrito un poema cuya ingenuidad transparentaba maestría en la versificación, justeza en los adjetivos y un aroma a poesía decimonónica.  Desistió de investigar en el buscador del móvil si se trataba de un autor conocido, si era unos de aquellos textos que aparecían en las enciclopedias escolares.   Prefería pensar que era la creación anónima de alguna poeta provinciana lectora de fotonovelas. En todo caso, al transcribirlo con mano un poco temblona, lo había hecho suyo.

Anulado su espíritu crítico, el curioso viajero se sintió vulnerable a aquellos versos candorosos, especialmente a los que memorizó como un ensalmo: «... Me gusta del estribillo/ su repetición tenaz/y hallo en su monotonía/ cierta voluptuosidad.» No era mala descripción de lo que él sentía a veces al tararear esa melodía repetitiva en que muchas veces se nos transforma la vida.

Llegó por fin el autobús, que por aquí llaman «La Serrana». Por un momento dudó si subir a él. La tarde se había cargado de raros encuentros. Quién sabe a qué inesperado destino podría ser transportado. Quizá al tiempo irremediablemente perdido de las fotonovelas y la poesía cándida.





lunes, 16 de agosto de 2021

ABUELO Y NIETO

   


NIETO: ¡Soy un 'tiktoker'!

ABUELO: ¿Y eso qué es?

NIETO: Creo contenidos en Tik-Tok, una red social, y me he convertido en una celebridad.

ABUELO: Pues yo soy un 'tictaquer'...

NIETO: ¿Y eso qué es?

ABUELO: No puedo dejar de escuchar el maldito tic-tac de mi reloj interior.

martes, 10 de agosto de 2021

LA ESPIGA MÁS ALTA

 






Tan solo a ella,

a la espiga más alta,

pertenece esta luz.



Al atardecer, el fotógrafo, perdido en los trigales, capta esta instantánea. Contra un fondo ceniciento de espigas, todas iguales en su mediocridad, todas oscurecidas, el tallo de una más alta guarda el último vestigio esplendoroso de la luz que declina, un rayo que la dora. Rescatada por breves momentos del infierno de las sombras, candelabro encendido, antes madurará para el pan, para la siega. 

Tan solo unos pocos centímetros trazan la frontera entre el día y la noche.


viernes, 6 de agosto de 2021

SE EQUIVOCÓ LA PALOMA


 

No era la paloma de Kant, la que lamentaba no volar en el vacío ignorando que precisamente en la resistencia del aire sus alas encontraban el apoyo necesario para impulsarse. No. Era una atleta sin dudas metafísicas ni alteraciones de ánimo que había recorrido largas distancias y luchado contra el viento muchas veces en dura competición para ser la primera en llegar. Los poderosos músculos de sus alas se crecían en aquel combate con un aliado invisible y caprichoso que cambiaba de dirección sin previo aviso convirtiéndose en un enemigo imprescindible. La fidelidad de su brújula interior le aseguraba el rumbo.

Pero ahora, escuálida, en los huesos, extraviada,  como si regresara de una larga temporada sobrevolando un universo de agua donde las semillas y los insectos son un sueño imposible, náufraga de una violenta tempestad que había dispersado a toda la bandada antes de llegar a la meta, la paloma mensajera aterrizó donde pudo. Unos cuantos metros más y habría caído desplomada, mineral, definitivamente exánime.

La niña se la encontró en la terraza del bar, posada sobre la superficie metálica de la mesa, sin fuerzas para nada, vencida por el hambre y el cansancio. Se dejó acariciar, se dejó coger por aquellas manos asombradas, se dejó alimentar.  En poco tiempo recuperó su aspecto vigoroso pero algo había cambiado dentro de ella. No se había perdido, se había encontrado. Lo supo el día en que a picotazos trató de quitarse la anilla de la pata. La niña la ayudó a hacerlo.

Ya era una más de la familia ─la lástima abre muchas puertas─ y los parroquianos del bar la mimaban con la complacencia reservada a los supervivientes. Se encaprichó con las bolas de la mesa de billar, el instinto le susurraba arrullos, le brindaba calor de fertilidad cuando se asentaba sobre ellas, incubándolas. Sentía una curiosidad extraña por conocer el aspecto del polluelo que eclosionaría de la bola roja.