viernes, 6 de agosto de 2021

SE EQUIVOCÓ LA PALOMA


 

No era la paloma de Kant, la que lamentaba no volar en el vacío ignorando que precisamente en la resistencia del aire sus alas encontraban el apoyo necesario para impulsarse. No. Era una atleta sin dudas metafísicas ni alteraciones de ánimo que había recorrido largas distancias y luchado contra el viento muchas veces en dura competición para ser la primera en llegar. Los poderosos músculos de sus alas se crecían en aquel combate con un aliado invisible y caprichoso que cambiaba de dirección sin previo aviso convirtiéndose en un enemigo imprescindible. La fidelidad de su brújula interior le aseguraba el rumbo.

Pero ahora, escuálida, en los huesos, extraviada,  como si regresara de una larga temporada sobrevolando un universo de agua donde las semillas y los insectos son un sueño imposible, náufraga de una violenta tempestad que había dispersado a toda la bandada antes de llegar a la meta, la paloma mensajera aterrizó donde pudo. Unos cuantos metros más y habría caído desplomada, mineral, definitivamente exánime.

La niña se la encontró en la terraza del bar, posada sobre la superficie metálica de la mesa, sin fuerzas para nada, vencida por el hambre y el cansancio. Se dejó acariciar, se dejó coger por aquellas manos asombradas, se dejó alimentar.  En poco tiempo recuperó su aspecto vigoroso pero algo había cambiado dentro de ella. No se había perdido, se había encontrado. Lo supo el día en que a picotazos trató de quitarse la anilla de la pata. La niña la ayudó a hacerlo.

Ya era una más de la familia ─la lástima abre muchas puertas─ y los parroquianos del bar la mimaban con la complacencia reservada a los supervivientes. Se encaprichó con las bolas de la mesa de billar, el instinto le susurraba arrullos, le brindaba calor de fertilidad cuando se asentaba sobre ellas, incubándolas. Sentía una curiosidad extraña por conocer el aspecto del polluelo que eclosionaría de la bola roja.


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