No era la paloma de Kant, la que lamentaba
no volar en el vacío ignorando que precisamente en la resistencia del aire sus
alas encontraban el apoyo necesario para impulsarse. No. Era una atleta sin
dudas metafísicas ni alteraciones de ánimo que había recorrido largas
distancias y luchado contra el viento muchas veces en dura competición para ser
la primera en llegar. Los poderosos músculos de sus alas se crecían en aquel
combate con un aliado invisible y caprichoso que cambiaba de dirección sin
previo aviso convirtiéndose en un enemigo imprescindible. La fidelidad de su brújula interior le aseguraba el rumbo.
Pero ahora, escuálida, en los huesos,
extraviada, como si regresara de una
larga temporada sobrevolando un universo de agua donde las semillas y los insectos
son un sueño imposible, náufraga de una violenta tempestad que había dispersado
a toda la bandada antes de llegar a la meta, la paloma mensajera aterrizó donde
pudo. Unos cuantos metros más y habría caído desplomada, mineral, definitivamente
exánime.
La niña se la encontró en la terraza
del bar, posada sobre la superficie metálica de la mesa, sin fuerzas para nada,
vencida por el hambre y el cansancio. Se dejó acariciar, se dejó coger por
aquellas manos asombradas, se dejó
alimentar. En poco tiempo recuperó su
aspecto vigoroso pero algo había cambiado dentro de ella. No se había perdido,
se había encontrado. Lo supo el día en que a picotazos trató de quitarse la
anilla de la pata. La niña la ayudó a hacerlo.
Ya era una más de la familia ─la
lástima abre muchas puertas─ y los parroquianos del bar la mimaban con la
complacencia reservada a los supervivientes. Se encaprichó con las bolas de la
mesa de billar, el instinto le susurraba arrullos, le brindaba calor de
fertilidad cuando se asentaba sobre ellas, incubándolas. Sentía una curiosidad
extraña por conocer el aspecto del polluelo que eclosionaría de la bola roja.
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