El titular que el poeta aficionado
acababa de leer en el periódico despertó su curiosidad, como debe hacer todo
buen titular.
Matteo Loglio, un joven experto en
aplicaciones de IA (inteligencia artificial) había diseñado una boya llena de
sensores que, lanzada a la corriente, traducía los datos ambientales en
palabras y frases hasta componer un poema. ¡Un río que escribe poesía! Fascinante. No
sabía si era una buena o una pésima noticia.
Después de pensar un rato y tras
conocer el primer resultado de tan novedosa experiencia ─un mediocre poema
infestado de obviedades y tópicos─ concluyó que, pese a su buena intención, el
invento era una más de esas herramientas digitales que idiotizan nuestra
existencia. ¿Acaso el río, los ríos no han escrito siempre poesía en su idioma
de agua y viento, con su música y sus susurros, sus irisaciones, su estruendo de catarata, su oleaje palpitante, su
prisa y su calma, sus violentas crecidas, su flora y su fauna, sus diálogos con los árboles de la orilla y los melancólicos paseantes, su fluir inapelable hacia el mar? Poesía de
torrente, de rápido, de garganta, de remanso, de meandro, de desfiladero, de
delta, de estuario. Poesía sentenciosa y metafísica, la más sencilla y perfecta
metáfora del tiempo, la materia prima de cualquier poema.
Sí, los ríos siempre han escrito
poesía. No les hacen falta boyas ni inteligencia artificial. Lo que ocurre es
que la mayoría de nosotros no nos paramos a escucharla.
El poeta respiró un poco más tranquilo,
como si se hubiera producido un aplazamiento en la llegada inevitable del día
en que las máquinas darían con el secreto de escribir buenos poemas.
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