En las eternas, tediosas tardes de
clases teóricas en la Academia Militar, mientras el coronel instructor se
extasiaba comentando los movimientos tácticos de Aníbal o Napoleón, mientras se
extendía en glosar los principios básicos del arte de la guerra según Sun Tzu o
Clausewitz, el cadete garabateaba una y otra vez en los márgenes de su cuaderno
de apuntes los esbozos de la rúbrica que habría de adornar su futura firma.
Buscaba un dibujo de rasgos
aristocráticos y afiligranados pero sin incurrir en el odioso amaneramiento, unos trazos capaces de ocultar las vergüenzas de sus orígenes y de proyectar la ambiciosa
parábola de su destino. Se comportaba como tantos adolescentes en busca de
identidad, enfrentados a esa trascendental empresa de dar forma definitiva a
los signos que habrán de representarlos durante el resto de su vida.
Entonces no lo sabía ─¿o quizá ya lo
intuía?─ pero aquel entrenamiento concienzudo habría de serle muy necesario
cuando, ya anciano y aquejado de párkinson, tuviera que rubricar con trazos
primorosos y todavía firmes sus últimas sentencias de muerte.
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