domingo, 4 de julio de 2021

LA FIRMA

   


En las eternas, tediosas tardes de clases teóricas en la Academia Militar, mientras el coronel instructor se extasiaba comentando los movimientos tácticos de Aníbal o Napoleón, mientras se extendía en glosar los principios básicos del arte de la guerra según Sun Tzu o Clausewitz, el cadete garabateaba una y otra vez en los márgenes de su cuaderno de apuntes los esbozos de la rúbrica que habría de adornar su futura firma. Buscaba un dibujo de rasgos  aristocráticos y afiligranados pero sin incurrir en el odioso amaneramiento, unos trazos capaces de ocultar las vergüenzas de sus orígenes y de proyectar la ambiciosa parábola de su destino. Se comportaba como tantos adolescentes en busca de identidad, enfrentados a esa trascendental empresa de dar forma definitiva a los signos que habrán de representarlos durante el resto de su vida.

Entonces no lo sabía ─¿o quizá ya lo intuía?─ pero aquel entrenamiento concienzudo habría de serle muy necesario cuando, ya anciano y aquejado de párkinson, tuviera que rubricar con trazos primorosos y todavía firmes sus últimas sentencias de muerte.


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