La bandada se había congregado en la
copa del plátano de sombra. Eran numerosos pero había sitio para todos en su
ramaje abierto y denso de árbol al que no le faltaban ni el agua ni la buena
tierra. El momento lo merecía: había regresado el hijo pródigo.
─¿Dónde has estado? ─le preguntaron.
─En el país de los jilgueros ─respondió.
Abrieron los picos para dejar escapar
el asombro que se les había formado dentro como una bola de pan duro. Algunos
comenzaron a chiar con voz monocorde e irritada.
─¡Silencio! ─exigió su madre─ Dejad
que se explique.
─Quería aprender, por eso me fui.
─¿Y qué has aprendido, aparte de esos
colorines horribles con los que te has teñido las plumas?
Por toda respuesta, el joven gorrión
empezó a cantar. Sus trinos dibujaron un arcoíris de arpegios y esparcieron en el aire sucio del paseo notas de silvestre melancolía.
─¡Basta, basta! ¡Traidor! ¡Qué te has
creído! ¡Nos avergüenzas! ─menudearon los insultos, mientras algunos se lanzaban
a picotazos contra él.
─Dejadlo ─ordenó el más viejo, un
pardal de plumaje renegrido por el humo de las calefacciones. Y la bandada se
dispersó como a toque de silbato.
Antes de que la punzada dolorosa de su
futura soledad empezara a atravesarle la
garganta, el joven gorrión aún tuvo tiempo de escuchar:
─¡Acabarás en una jaula, como todos los de tu especie!
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