sábado, 28 de agosto de 2021

TAUROMAQUIA (I)

 






Lejos quedan los tiempos en que el hambre daba más cornadas que los toros y los jóvenes aspirantes a figura de los ruedos se jugaban el pellejo a la luz de la luna trasteando con nocturnidad erales o saltando como espontáneos a la plaza. Poco resta de aquel halo de trágico romanticismo y de la estética fascinación que los practicantes del arte de Cúchares provocaban indistintamente entre el pueblo llano y entre los más encumbrados próceres y artistas.

Una muleta y un estoque apoyados contra el tronco de un árbol en el parque. Un hombre maduro ─uno se lo imagina torero frustrado, quizá banderillero en la cuadrilla de un matador sin demasiado lustre─ da unos pases a un muchacho que empuja un carretón con cuernos mientras otros adolescentes miran y aprenden. La escena evoca un juego infantil y está bañada de esa luz añeja que envuelve a lo prescrito. Hay que hacer un esfuerzo de imaginación solo al alcance de quien vivió otros tiempos menos afeitados para vislumbrar que allí, en ese momento, los espectros intercambiables de la Gloria y la Muerte ya están afilando sus pitones.


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