Lejos
quedan los tiempos en que el hambre daba más cornadas que los toros y los
jóvenes aspirantes a figura de los ruedos se jugaban el pellejo a la luz de la
luna trasteando con nocturnidad erales o saltando como espontáneos a la plaza.
Poco resta de aquel halo de trágico romanticismo y de la estética fascinación
que los practicantes del arte de Cúchares provocaban indistintamente entre el
pueblo llano y entre los más encumbrados próceres y artistas.
Una
muleta y un estoque apoyados contra el tronco de un árbol en el parque. Un
hombre maduro ─uno se lo imagina torero frustrado, quizá banderillero en la
cuadrilla de un matador sin demasiado lustre─ da unos pases a un muchacho que
empuja un carretón con cuernos mientras otros adolescentes miran y aprenden. La
escena evoca un juego infantil y está bañada de esa luz añeja que envuelve a lo
prescrito. Hay que hacer un esfuerzo de imaginación solo al alcance de quien
vivió otros tiempos menos afeitados para vislumbrar que allí, en ese momento,
los espectros intercambiables de la Gloria y la Muerte ya están afilando sus
pitones.
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