—¿Para cuándo la próxima novela,
maestro?
Tras unos comienzos fulgurantes (un
libro de cuentos y una novela breve que habían deslumbrado por igual a crítica
y lectores) el novelista no había publicado nada. Hacía de esto más de diez
años y todos (público, periodistas y hasta la propia familia) insistían:
—¿Para cuándo la próxima?
A modo de indirecta, su agente, que
conocía su rutina de escribir a mano, le regaló un cuaderno escolar numerado y
rayado de cien páginas porque conocía también su talante de niño lacónico y
albergaba además la oscura esperanza de que el cuaderno manuscrito le fuera
legado tras la muerte del novelista.
—Gracias, pero las musas no saben de
apremio —le aclaró el obsequiado.
Un buen día una periodista de
provincias obtuvo una recompensa inesperada en forma de primicia:
—Ya tengo título. Se llamará La
cordillera.
El mundillo literario se agitó: el
maestro, en una de sus frecuentes boutades,
había sostenido que lo más difícil de escribir una novela era
encontrar el título, lo demás venía rodado. Todos interpretaron que se había
acabado la sequía, que el colosal obstáculo que separaba al maestro de su genio
innato había sido removido.
Pasaron los años y el escritor murió sin volver a publicar. Las manos de su agente, convertida en albacea, temblaban cuando, entre los enseres del difunto, apareció el olvidado cuaderno. En la primera página destacaba rotulado el título, La cordillera, con la misma primorosa caligrafía de alumno de escuela rural con que había escrito en la última página Fin. En medio más de noventa páginas inmaculadas.
'Su obra maestra', comentó un crítico mordaz al enterarse.
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