Cuando septiembre avanza por la amarilla desnudez de sus rastrojos, el caminante se detiene y colecciona en la mirada las últimas flores de la estación, casi todas decayendo hacia el lado frío del espectro: azules, añiles, violetas. (Aunque un astrónomo discreparía: las estrellas se apagan hacia el rojo, no hacia el azul). Es el momento del biércol, de las quitameriendas y de la achicoria.
¡Achicoria!, con solo pronunciar esta palabra la boca se nos llena de un regusto a infusión pobre, a desayuno de posguerra. Con el sabor de su raíz tostada trataban de engañar nuestra nostalgia de lo auténtico. Cuanto más pretendían convencernos de sus increíbles beneficios para la salud más agudo era nuestro deseo de llevarnos al paladar el aroma nervioso, cálidamente amargo del café.
Y sin embargo sus flores azules son hermosas. Quizá no sean la Flor Azul de los sueños del poeta alemán Novalis, ese símbolo romántico de un anhelo inefable identificado con el amor, huérfano de infinito. Pero en su humildad de planta caminera florece la achicoria como un consuelo para el ánimo alicaído por la llegada del otoño.
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