martes, 8 de septiembre de 2020

PIEDRAS


 

En el pueblo lo conocíamos como Manuel, el de la telefonista. Él no parecía llevar mal que se le conociera como el marido de Adela, la mujer que metía y sacaba clavijas, que gobernaba la centralita telefónica y sabía muchas cosas que no debería haber sabido. Apenas se le veía por las calles, lo suyo era estar siempre en el campo, levantando paredes, arreglando los cercados de piedra de prados y cortinas. No era albañil, no construía casas, no usaba el yeso ni el cemento: juntaba piedras. Y tenía un arte especial para ello. Conocía los trozos de pizarra como nadie, sabía buscarles las vueltas y encajarlos sin argamasa como si fueran piezas de un rompecabezas. Dócilmente se sometían a su designio y ocupaban su lugar en la valla. Podía vérsele a cualquier hora del día, desde muy temprano y hasta que anochecía, agachado junto a alguna de las múltiples cercas de pizarra que separaban las propiedades del término municipal. 

Trabajo no le faltó nunca. Por primorosa que fuera su labor,  el tiempo inclemente, la lluvia, el viento, el hielo, las cabras, los arados y en ocasiones la mala voluntad, se cebaban con los muretes que desfallecían, se abombaban, se hundían, les salían panzas y bultos, sufrían bruscos empellones, perdían las losas que los coronaban y acababan deteriorándose. Los chavales del pueblo -en una tradición heredada de los mayores- estábamos firmemente convencidos de que Manuel hablaba con las piedras y de que estas le contestaban en un idioma que solo él conocía. Lo cierto es que, aunque alguna vez lo espiamos, nunca logramos  sorprenderlo en su extraña charla.

Manuel no se jubiló ni descansó nunca. El cura lo dejó por imposible y le perdonó su ausencia contumaz de la misa de los domingos y fiestas de guardar suponiendo en él cierta debilidad mental y añadiendo la dudosa coartada teresiana de que si Dios está entre los pucheros con mayor razón ha de estar en medio del campo, sobre el humilde templo de piedras alzado por un pobre hombre que ni sabe que cree. 

Y fue precisamente un domingo cuando Manuel dejó de trabajar. Me lo encontré a la puesta de sol, tendido en el suelo, a la sombra de una de sus paredes de pizarra, en el paraje de Fuentebuena, cuando fui a recoger la vaca del prado para devolverla al establo. Tenía la cabeza apoyada en una piedra redondeada, como pulida; una de esas piedras rebeldes e insolidarias, muy rodadas, que no hacen pared porque no tienen esquinas, se escabullen, se resbalan y no se dejan colocar. Me pareció que tenía el hueco de la nuca felizmente acomodado en aquella almohada de pizarra y que sonreía. No me atreví a acercarme a él por si se despertaba.

Recuerdo que aquella noche dormí mal. Había visto en la televisión un episodio de Historias para no dormir y mis sueños se poblaron de seres de pesadilla escapados de la tétrica imaginación de Poe. Uno de los muertos que se levantaba de su tumba tenía la cara de Manuel, sus andares ceremoniosos de piernas abiertas y cuerpo oscilante.

Me despertó el toque de difuntos. Como se había hecho muy de noche y no volvía a casa, Adela se preocupó y dio el aviso. Cuando dieron con él de madrugada estaba casi frío: guardaba un poco de calor, como una de sus piedras después de un día de buen sol.


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