Leer en el jardín, al amparo en sombra
de un árbol, sintiendo el roce de la brisa fresca de la mañana: un placer
solitario.
No tan solitario. El aire está lleno
de minúsculos seres afanosos, insectos alados que arrastran un trajín de
sísifos en busca de la supervivencia: el alimento, la lucha, la reproducción.
Cruzan al trasluz poblando la mirada. De los árboles caen partículas, polvillo
fecundador, semillas aladas, hilos de arañas invisibles, hojas muertas que preludian
el otoño. Bulle la vida en su registro más primitivo y esencial.
Una hormiga recorriendo la página de la novela rusa intriga y desorienta al lector. ¿Cómo ha llegado hasta allí? Curiosea por los renglones; husmea, ansiosa, la textura del papel. Por momentos parece un crítico literario buscando un defecto de construcción, la genialidad de una frase. El azar la hace detenerse sobre pulgones: Masha comprobó con tristeza el destrozo que los pulgones habían provocado en los rosales del jardín. La hormiga trata de desprender la palabra, de hacerla suya, de llevársela a su hura quizás para ordeñarla. En vano se fatiga. De pronto pierde todo interés y se detiene. Acaba de descubrir que su cuerpo negro sobre la página blanca bien podría tomarse por la letra de algún alfabeto enigmático. Se tiende horizontal y quietecita espera pacientemente a ser leída.
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