"¡No toques eso!"
"¡Lávate las manos!" "¡El gel, Lucía, el gel!"
La niña estaba tan cansada de escuchar
esas instrucciones que empezaba a disfrutar ignorándolas al menor descuido.
La bola era roja y a pesar de estar tirada en la calle resplandecía
como nueva. Rodando, rodando, caída
quizá de la guirnalda de bienvenida de la puerta de una casa o de los adornos
de una tienda, había ido a parar a la rejilla del alcantarillado. Y allí
estaba, quieta y como respirando aliviada por haberse librado del oscuro mundo
de las cloacas; temerosa de que alguien la pisara, haciendo mohines de pena igual que un perrillo
abandonado.
Afortunadamente, mamá hablaba con una vecina y no se dio cuenta de
nada. Lucía acariciaba ya la bola, a salvo en su bolsillo. Era lisa y tan suave que si
hubiera tenido alguno de aquellos bichos con pinchos, lo habría notado.
Cuando llegaron a casa se las ingenió
para limpiarla bien con gel y sacarle brillo sin que nadie la viera. La colocó en
lo más alto y la miró, llena de orgullo. Era la más grande, la más bonita. Gracias a
ella el árbol de este año no parecía tan triste.
"Bolita callejera, murmuró, vas a
traernos mucha suerte".
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