A través de la ventana del jardín la ve llegar todos los días, siempre a la hora del desayuno. La urraca se posa en lo más alto del abedul, en esa ramita temblorosa que el viento convierte en aparato de equilibrismo. Nunca se para en el tilo, que está justo al lado. Las ramas desnudas del abedul casi brillan, de tan blancas, como una osamenta antigua, bien limpia de carroña. Las del tilo son oscuras, muy próximas a la negrura. El plumaje de la pega es blanco y negro, pero por alguna razón sólo busca la armonía del blanco, de la mitad de su naturaleza.
El fotógrafo no se pregunta qué reglamento de régimen interno, qué deseo inconsciente, qué especie de rutina obliga a la picaza a detenerse todos los días en el mismo sitio y a la misma hora. No busca respuestas, prefiere imaginarlas. E imagina que la urraca, igual que el muchacho siberiano del que hablan los periódicos, lo que quiere es pillar internet. Al fin y al cabo, en palabras del poeta, su casa y su jardín están situados en "el corazón de roble de Iberia y de Castilla". Sólo una letra le falta a Iberia para ser Siberia: ambas son frías y están poco habitadas. Y en ambas hay que esforzarse y subir a lo más alto para captar las débiles señales que llegan del mundo exterior.
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