Habían nacido en la edad de las distancias, de la desconfianza, del no tocar ni ser tocado, de medir con la mirada la separación higiénica. Se acostumbraron a no abrazar y a no ser abrazados. La sabia naturaleza hizo el resto: les salieron púas.
Así surgió la estirpe de los niños erizo.
Al principio todo pareció ir bien (somos seres
adaptables) pero cuando estos niños se hicieron mayores comenzaron a sentir el
frío de la existencia, que solo la compañía atenúa. Y entonces, al intentar
acercarse unos a otros, descubrieron con desesperación que los habían obligado a elegir entre el frío
y el dolor.
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