Se lo tenía bien organizado. Su contrato como camarera en un chiringuito de la playa finalizaba en septiembre. Regresaba entonces a casa, a su ciudad pequeña de interior y solicitaba una plaza en el Ayuntamiento. No solía haber problemas para conseguirla.
Todos los años por esas fechas reforzaban la brigada municipal de limpieza. La broza se acumulaba en las calles y, especialmente, en el parque.
La primera mañana, cuando
arrancaba el motor del soplador, era para ella una fiesta. Le aguardaba un mes
de disfrute y poderío. Las generaciones de hojas amarillas se sucedían. Los
paseos alfombrados de color le parecían las galerías de un palacio de cuento.
Se sentía una diosa dominadora de un pequeño vendaval. Los niños la miraban con
envidia mientras provocaba torbellinos.
Todo esto, con ser mucho, palidecía al
lado de su placer más íntimo: cosechar tanta belleza justo antes de que
iniciara el camino hacia la putrefacción.
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