El Dolor Universal que se había
expandido por el planeta le hizo volver los ojos al Dios de su infancia. Quizá
también tuviera que ver en ello la edad, esa incierta travesía plagada de
amenazas que comienza a los sesenta. Sea como fuere, a veces brotaba en su interior la tardía necesidad de un Padre, ahora que ya era
abuela. En el fondo le daba igual que
fuera protector o justiciero, tanto consuela sentirse amparada como tener a
quien reprochar las desgracias.
Entró en la iglesia con cierto aire clandestino,
como quien lo hace en un local de apuestas. Recordó aquellos tiempos casi medievales en que la obligaban a ponerse un velo para ir a misa. A la derecha de la puerta,
esperándola desde siempre en la penumbra, entrevió la pila de piedra. Dudó un momento. Hacía más de
cuarenta años que no realizaba el gesto de mojarse los dedos en el agua
bendecida y persignarse mientras musitaba una jaculatoria. Si se decidía a completarlo,
aquel sencillo ritual podía dar un vuelco a su vida y arruinar su bien trabajada condición de descreída. Por la grieta de su razón
desencantada penetraría el poderoso, subyugante torrente de lo sagrado.
Un poco de soslayo, alargó la mano y
la metió en la pila: estaba seca. A tientas, topó con algo extraño. En el lugar del agua bendita había ahora un
dispensador de gel hidroalcohólico.
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