Para
unos era un farsante; para otros un sabio que había alcanzado la suprema
iluminación; había quien lo consideraba un loco estrafalario, un poeta de lo
estéril, un militante de lo imposible, un asceta del quietismo.
Había
abandonado un trabajo lucrativo y una vida razonable para dedicarse en exclusiva
a cultivar un propósito descabellado: mantendría su brazo derecho levantado mientras la paz no reinara en todo el planeta.
Cincuenta
años más tarde, el brazo seguía en alto pero el anciano santón, ya sin fuerzas y resignado,
decidió darse por vencido. Nuevas guerras asolaban la tierra y la paz parecía
más lejana que nunca. Quería renunciar a su promesa y descansar de su ímprobo esfuerzo.
Pero el brazo no respondió: se le había secado como la rama de un árbol
viejo. Solo le quedaba aguardar sentado a que un golpe fuerte de viento se lo
tronchara.

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