—Toma,
hija. Cómetelo despacio —le dice la hija a su madre, mientras le pela un albaricoque y le quita el
hueso.
Están sentadas en un banco, a la sombra. Es julio y
hace mucho calor en el jardín de la residencia.
Cuaderno de creación literaria donde encontrarás textos y fotografías originales del autor.
—Toma,
hija. Cómetelo despacio —le dice la hija a su madre, mientras le pela un albaricoque y le quita el
hueso.
Están sentadas en un banco, a la sombra. Es julio y
hace mucho calor en el jardín de la residencia.
Eres un
píxel de la gran pantalla,
un destello
que ignora su lugar
en la
compleja trama de una imagen
que dura un
parpadeo y se oscurece
en los ojos
de un peatón anónimo.
Eres pez de
cardumen pero brillas
en un
momento único del mar,
dibujas una
estela imprescindible
y te separas
para ser tú solo.
Eres nota
fugaz de un pentagrama
que dura lo
que debe para dar
su carne
musical a la canción
infinita del
mundo. Lo demás
—recuérdalo
cuando tu eco se apague—
pertenece al
dominio del silencio.
(De El estambre de la vida, inédito)
El mundo esta polarizado,
¿quién lo despolarizará?
El despolarizador que lo despolarice
buen despolarizador será.
(Se precisan urgentemente despolarizadores.)
Cuando el
monstruo del fuego se hartó de devorar los bosques, un desolado erial de
cenizas emergió de entre la devastación. Cenizas en la tierra, cenizas en el
aire, cenizas en los ríos. Cenizas y humo en los pulmones, en el rostro de
quienes luchan heroicamente contra las llamas; quemaduras en las plantas de los
pies. En este inmenso crematorio ardieron árboles, prados, casas, animales.
También personas y recuerdos. En pocos días desapareció lo que había costado
años, siglos, levantar, construir, hacer crecer.
(Fotografías: Greenpeace)
Volverá a
ocurrir. Volveremos a lamentarlo. Volveremos a escuchar los reproches cruzados,
las huecas palabras de las promesas con fecha de caducidad. Volveremos a
ignorar, en cuanto se apaguen las brasas, las evidentes señales del enfado de
la Tierra. Volverá el fuego a echarnos en cara nuestra arrogante desidia,
nuestra tozuda falta de previsión, nuestra incapacidad para aprender de los
errores, nuestra suicida tendencia a la depredación.
En nuestra
infancia muchos de los pájaros que volaban a nuestro alrededor tenían un
plumaje negro (tordos, cuervos), en blanco y negro (golondrinas, cigüeñas, vencejos,
aviones, urracas), o de colores parduzcos y terrosos (gorriones -que nosotros llamábamos pardales- ruiseñores,
alondras). Esta sobriedad cromática armonizaba bien con el espíritu sombrío de la época
o les servía para camuflarse y desafiar nuestra inconsciente crueldad (producto
también de aquellos tiempos). Sobre dos de ellos pesaba una prohibición
ancestral no escrita, un tabú religioso que los convertía en intocables. Las
golondrinas le habían arrancado las espinas de la corona a Cristo; las cigüeñas
anidaban muy alto, muchas veces en sagrado, y servían de volátil excusa para no
explicarles a los niños la elemental biología de la reproducción.
Pero
existían unos pajarillos alegres de canto y de plumaje. Su nombre más común es
jilgueros. Nosotros, remarcando sin saberlo su feliz rebeldía contra aquel mundo en
blanco y negro, los llamábamos colorines.
¡Ah, el amor del moscardón por los cristales!
¿Con qué podríamos compararlo?
Parece que lee un libro (quizá acaba de aprender a leer).
Parece que acaricia la piel transparente del ser amado.
Parece que ama la luz pero no puede tocarla.
Parece un prisionero que ha nacido en cautiverio.
Parece un patinador vertical sobre un lago de hielo.
Parece un niño hambriento mirando el escaparate de una pastelería.
Parece un apasionado de la física que aguarda esa excepción que le
permita encontrar la grieta cuántica para pasar al otro lado sin romper el
vidrio.
¡Ah, si los moscardones tuvieran fuerza para quebrar los cristales!
En este lugar de último retiro escasean los recuerdos: son el bien más preciado y el más amenazado. Quien
tiene alguno se esfuerza en guardarlo como un tesoro. Por las noches, antes de
que el sueño llegue, solemos pensar en ellos, los mimamos, les sacamos brillo.
La única
fiesta que celebramos aquí es la fiesta del árbol. El árbol de los recuerdos.
En cada hoja escribimos un recuerdo, el más preciado, y entre todos conseguimos que el árbol sea frondoso. Pero a
él también le llega el otoño, ¿sabes?, a caballo de ese viento traicionero del
olvido, y con él la sequedad amarilla de las pérdidas. Y antes de que ese
viento me arrebate también las palabras quiero decirte algo:
«La última
hoja del árbol de mis recuerdos lleva escrito tu nombre. Cuando esa hoja caiga,
llegará el verdadero invierno, el tiempo vacío, y ya todo dará lo mismo.»
Para que los liberen del atestado campo de concentración de Albatera, recién acabada la guerra, los jóvenes republicanos detenidos tienen que pasar una especie de burda comisión. La preside un teniente joven sentado en una silla a la salida, más preocupado por obtener un permiso y un coche para ir a Alicante —así lo habla con un compañero— que por la suerte de los presos. Estos han de demostrar que son menores de 18 años y no están en edad militar, que los dedos no les huelen a pólvora y que no tienen en el hombro las señales del retroceso de la culata del fusil. Su suerte depende exclusivamente del juicio del todopoderoso teniente, poco mayor que ellos.
Seguir en Albatera puede significar la muerte;
muchos años de penalidades, en el mejor de los casos. Tener cara de niño y el
rostro imberbe es una bendición. Los candidatos a abandonar definitivamente el
campo responden preguntas sobre su filiación, lugar de detención, bienes de
fortuna, políticos destacados que hayan conocido, afiliación a algún partido o
sindicato… Ocultan todo lo que pudiera incriminarlos. No hay documentos, todos
han sido destruidos: es la primera medida de protección que han tomado antes de
ser apresados.
Uno de los
aspirantes a la libertad, fiado en su rostro infantil, se condena a sí mismo
nada más decir su nombre: Libertario.
Otro, que ha
superado el filtro del interrogatorio y la mirada suspicaz del teniente y tiende
ya la mano para recoger el salvoconducto firmado, la pifia en el último momento; quizá su cautela desaparece con la euforia de la próxima liberación.
—¡Salud! —dice alegremente,
a modo de despedida. Consciente enseguida de su error, trata de corregirse:—
¡Adiós, adiós, adiós!
Pero ya es
demasiado tarde.
—¡P'adentro! —le grita el teniente.
Adaptación de un relato autobiográfico contenido en Cuentos
sobre Alicante y Albatera, de Jorge Campos.
En una época tan fecunda en insultos e improperios, se echa en falta el escaso uso del otrora bastante frecuente mentecato. Y es una pena, porque, a partir de su etimología latina, su carga denigratoria no puede ser más exacta y adecuada a nuestros tiempos.
En esta palabra tan nuestra se amalgaman dos palabras latinas declinadas: mens (mente) y captus (tomado, cogido, capturado), de forma que una posible interpretación nos llevaría a "privado de mente" o quizás mejor a "mente cogida, tomada, capturada". Así están (estamos) cada vez más personas, con la mente capturada, cautiva, secuestrada; presa en la gigantesca telaraña que la tecnología creó y nosotros estamos alimentando con fragmentos de nuestra propia alma.
Ya casi todos somos mentecatos, no solo los tontos de remate.
Sin el amparo del bosque, la corza parece desvalida.
No sabemos si es capaz de distinguir un fusil de una cámara fotográfica (instrumentos de caza, ambos). No sabemos qué expresan sus lejanos ojos negros: quizá esa mezcla de curiosidad, asombro y miedo que todos hemos sentido alguna vez cuando miramos de frente al futuro.
El
buhonero ha llegado a la aldea en un carromato pintado con fantásticas escenas en
las que conviven animales fabulosos y seres alados con aspecto de ángeles falsarios.
El buhonero va vestido con ropas brillantes, muy coloridas, en atuendo de mago.
El buhonero se ha instalado en la plaza y allí ofrece su
irresistible mercancía: el elixir de la felicidad.
Muy pronto
toda la población lo rodea, ansiosa de adquirir el maravilloso bebedizo. En
vano el boticario —bata blanca, rostro severo, cuerpo enjuto— intenta disuadirlos:
—No es más
que agua con azúcar —se desgañita bramando.
—Pero sabe
dulce —le responde un niño que parece hablar en nombre del pueblo.
Estaba
deseando que llegaran las vacaciones, no las suyas, pues con la jubilación se
le había borrado la venturosa frontera que separa al trabajo del ocio, sino las
de los políticos; y que les duraran más de lo habitual para que permanecieran mucho tiempo callados
y no contaminaran el ambiente con sus tóxicas soflamas.
—Hemos
presenciado muchas de sus ceremonias y hemos visto muchos de sus templos. Pero
lo que no capto es su ideología. Tampoco capto su teología —se extrañaba un
sesudo sociólogo norteamericano de visita en Japón para participar en un congreso
sobre religión.
—Creo que
no tenemos ideología ni teología. Bailamos —le respondió el sacerdote
sintoísta.
Había agotado todos los sustantivos y adjetivos de su vocabulario para referirse a la ola de calor que estaba arruinando sus escasos días de vacaciones: sofoco, asfixia, bochorno, calorina, tórrido, abrasador, ardiente, candente...
Mientras le servía una cerveza en una jarra helada, aquel camarero del sur le regaló una nueva palabra que desconocía: FLAMA.
Prima hermana de llama y apenas evolucionada respecto a su etimología latina (flamma), le pareció la más próxima a la sensación de estar viviendo entre las llamas de un infierno.
—¿Qué te
parecería que pudiera ir a casa ahora mismo? —pregunta Él.
—Por
favor, hazlo, mi dulce rey —responde Ella.
Sin mediar
más palabras, Él coge la pistola de su padrastro y se suicida.
(Él es un
adolescente norteamericano de 14 años. Ella, su amada virtual, el avatar de un
personaje de Juego de tronos).
Hay una escalofriante lógica existencial en la irreparable decisión de este adolescente al entender que la muerte es la casa común donde todos nos encontraremos y que morir es la única forma de ingresar en un mundo auténticamente virtual.
La madre del chico, por su parte, ha denunciado a la empresa de IA creadora del avatar.
En su ya
lejana juventud se había convencido de
que el Mal absoluto existía: el Holocausto perpetrado por los nazis. Y admiraba
sin reservas a ese Pueblo Mártir y Errante, esa fracción asombrosa de la Humanidad en cuyo seno habían nacido gigantes de la
cultura: Marx, Freud, Einstein, Kafka, Schönberg, Arendt..., por citar solo algunos de los
más conocidos.
Pero la
Historia, esa severa maestra, le tenía reservada en sus últimos años la más
amarga y descorazonadora de sus lecciones: los nietos de las víctimas estaban
imitando la iniquidad de sus verdugos.
La Historia nos enseña que la Historia no enseña nada, se decía.
Otro día, tras contemplar por televisión la actuación histriónica, desenfrenada y cargada de exaltada violencia verbal de aquel Presidente Austral, comentaba Aguado:
—Pareciera que ese hombre
se ha metido algo…
—No creo que lo necesite. Es su estado natural. Él es así —discrepaba
Cabal.
—Peor me lo pones. De la
droga se sale; de uno mismo, no.
Cada grano de arena tiene un
rostro, tiene una historia, una biografía.
Ese grano que pisas, desdeñoso,
fue montaña altiva, roca que se creía indestructible, canto rodado de tacto
suavísimo. Resistió durante mucho tiempo las agresiones del viento, del hielo, de las
olas, pero al fin se entregó, rendido, a la infinita paciencia de la erosión.
Antes, mucho antes, fue lava
ardiente, hija del primer fuego, del fuego primordial; después se fue
enfriando, pero aún guarda algo de ese fuego en lo más íntimo de su ser. Quizá,
afortunado, fue cristal, alcanzó la transparencia.
Mañana —un mañana muy largo—
habrá llegado a su perfección: será una mota de polvo que se lleva la brisa.
Después, nada.
Ningún grano de arena es igual a
otro, son tan distintos entre sí como lo somos nosotros. Habría que aprender a
mirarlos, a observar lo minúsculo, a diferenciar rasgos. Ahora parecen anónimos,
pero su anonimato no es más que el resultado de nuestra ignorancia. Y saben formar parte de algo más grande: sin ellos no habría playa, esa playa que pisas,
inconsciente bañista, ignorando la larguísima historia que hay detrás.
¿Quieres saber qué es el
tiempo? Pregúntale a ese grano de arena.
El capitán
ballenero no se conformaba con el sangriento oficio de cazador de cetáceos. Se
sentía llamado a un destino más trascendente. En el fondo de su corazón latía
esa inquietud obsesiva de los descubridores. Por eso, cuando avistó una isla
que no aparecía en los mapas, creyó ver cumplido su más ferviente deseo. Poco
duró su alegría. Al desembarcar comprobó que aquel pedazo desolado de tierra
firme era un islote de mala muerte, sin vegetación ni más fauna que algún
despistado pingüino, siempre amenazada su existencia por los caprichos de un
volcán.
El capitán
llamó a la isla Decepción.
Su gloria
pequeñita de descubridor frustrado tiene al menos una compensación: la Historia
no podrá discutirle la poética, evocadora precisión de ese nombre, metáfora insuperable de tantos viajes infructuosos, de tantas islas fallidas, de tantos sueños malogrados.
Hay palabras alegres, que levantan el ánimo,
que te invitan a bailar, a viajar por lugares luminosos. (Sí, ya sabemos que la
alegría o la tristeza la ponemos nosotros, los hablantes, pero eso no importa
ahora.)
Una de esas palabras es Jacarandá (o Jaracaranda,
que también así se dice). Su primera
sílaba coincide con la interjección que representa la carcajada; las tres
primeras sílabas nos llevan a Jácara, (‘romance de tema alegre y libertino’);
el predominio absoluto de la vocal a (la más abierta y luminosa)
trasmite una sensación de apertura al asombro; finalmente, su origen guaraní nos
conduce a ese pueblo mártir, amigo de la música, que sigue su incansable
búsqueda de la «Tierra sin males».
Sirva este jacarandá hermoseado por sus flores
violeta para celebrar el feliz abrazo entre una palabra y su significado.
«…loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginose el desdichado que era todo hecho de vidrio…»
(Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, El Licenciado Vidriera)
Además de don Quijote, el loco universalmente conocido, creó Cervantes otro personaje trastornado mucho menos famoso. Tomás Rodaja, tras ser envenenado por un hechizo amoroso, dio en una peregrina manía: se creía de cristal y temía romperse a cada momento. Rehuía el contacto humano, dormía entre paja y se hacía llamar el Licenciado Vidriera.
"Quizá este Licenciado Vidriera no era un loco, sino un pionero, un adelantado a su tiempo. ¿No os parece que nos estamos volviendo todos de cristal? Cada vez somos más frágiles, menos resistentes a los golpes y estamos más expuestos, somos más vulnerables. Cada vez somos más transparentes, también, como esos peces abisales a los que se les transparenta la cabeza. Hemos renunciado a nuestra intimidad, se la estamos regalando a los nuevos señores del mundo. Frágiles y transparentes, como el Licenciado Vidriera. Ambas cosas van unidas. Pensad en ello", invita el profesor de Literatura a sus alumnos.
Los árboles, como los animales, han sido siempre sujetos predilectos de nuestras fabulaciones (Nunca van a protestar por el abuso).
Más
allá de la belleza —tan obvia que casi empalaga— de este árbol florido, la literatura
botánica lo ha abrumado de mitos y leyendas, algunas de ellas ya sugeridas en
su variedad de nombres (ciclamor, árbol del amor, árbol de Judas…) y casi
siempre basadas en falsedades o en apreciaciones muy discutibles.
Lo
del árbol de amor procedería de las flores ¿en forma de corazón?
La referencia a Judas se basa en una tradición según la cual el apóstol traidor se ahorcó de la rama de uno de estos árboles. (Parecen muy endebles para soportar el peso de tamaña culpa y podrían haber convertido el suicidio en un ridículo acto fallido.)
El
color púrpura de sus flores lo convirtió en el favorito de los emperadores
bizantinos que lo mandaron plantar abundantemente en la actual Estambul. Por cierto, el
color púrpura, símbolo del poder (de ahí la expresión «el peso de la púrpura»), era de exclusivo uso imperial).
Para los predicadores y moralistas, el artero hechizo de estas flores que atraen a las incautas abejas y las ¿envenenan con su emponzoñado néctar?, cayendo muertas entre sus pétalos, era la imagen misma del poderoso atractivo letal de todo lo bello y placentero.
Parece
propio de la humana condición no saber conformarse con disfrutar de lo que se
nos regala a primera vista, contaminando la naturaleza con nuestras obsesiones,
nuestros pecados, nuestros deseos, nuestras ansias.
(Fuente: Wikipedia)
Las ruinas, a su tiempo,
alcanzaron sazón. Lo supimos el
día
en el que la campana cayó desde
la torre
como fruta madura. Un estruendo
gravísimo
de fe que se desploma
acompañó el derrumbe. La melena
de olmo
se astilló contra el suelo,
pero el bronce mantuvo su
obstinada figura
de cúpula y de útero que los
vientos fecundan.
En el suelo, sin vuelo,
parece confiar
en que alguien la devuelva al
aire de la torre,
a su oficio solemne de predicar
el júbilo,
de amortajar las tardes.
No sabe que los jóvenes
huyeron hace tiempo
llevándose con ellos la fuerza de
sus brazos.
Si nosotros apenas
valemos con el peso de esos
papeles viejos
—noticias o retratos de los años
felices—
que planean revueltos por entre
los derribos...
(De Despoblados, inédito)
Ni con la
elegante —ya casi aristocrática— pluma; ni con el práctico y vulgar bolígrafo. Firmaba
sus decretos —esos decretos con los que aspiraba a poner el mundo patas arriba—
con un enorme rotulador de vagas sugerencias fálicas. Su firma —que mostraba
orgulloso a las cámaras— era una larga, monótona y aburrida sucesión de crestas
y valles, la gráfica de los sobresaltados vaivenes del mercado de valores o los
picos de fiebre de un enfermo. Alguien diría que tenía también un vago parecido
con la dentadura de un tiburón.
Le gustaba imaginar la biblioteca como un lugar de lugares: cada libro una puerta abierta a un mundo diferente.
Le gustaba
imaginar la biblioteca como un túnel que atraviesa la negrura para buscar la
luz.
Le gustaba
imaginar la biblioteca como un agujero de gusano, un capricho cósmico, un atajo
para burlar las leyes del espacio y el tiempo y viajar sin pasaporte a otros
países, otras épocas, otras vidas.
Le gustaba
imaginar la biblioteca como un templo, un espacio de silencio y recogimiento.
Lectora
ferviente de Borges, le gustaba imaginar la biblioteca como un jardín de
senderos que se bifurcan, como un laberinto donde perderse para encontrarse,
como un paraíso sin ángel con espada flamígera impidiendo la entrada, como la
mejor metáfora del inagotable universo.
Con todo,
cuando emigró de su Argentina natal y recaló en una ciudad española, fría y
hostil como lo son todas las ciudades para quien se ve forzado a dejar atrás su
vida anterior y su país, la biblioteca pública que visitaba con frecuencia le
reveló una nueva, más humilde, entrañable y consoladora realidad: era un refugio
caliente, una amable casa de acogida donde reencontrarse con quien nunca te da
la espalda, ni te juzga, ni te discrimina y nada te pide a cambio de su compañía. Lo más parecido
a un hogar, a un puerto hospitalario en mitad de una galerna.
¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!
Amaba la luz más que nadie, más que a nada. La cuidaba, la mimaba, la alimentaba: sabía lo necesaria que es para no naufragar, para hacer el mundo habitable. La primera criatura, la más hermosa.
Pero
aquellas dos noches comprendió que la luz —su luz— podía en ocasiones ser aliada de la Muerte y que
la oscuridad, a veces, es la que nos salva.
Anselmo
Antonio Manuel Vilar García, farero de Torre del Mar (Málaga), apagó el faro dos
noches de febrero de 1937 para que los barcos y aviones que estaban masacrando
salvajemente a la población civil que huía de Málaga por la costa en dirección
a Almería (en un trágico episodio conocido como «La Desbandá») no pudieran
orientarse en la oscuridad. De esta manera evitó muchas muertes. Cuando el
ejército franquista ocupó el faro, Anselmo fue detenido, torturado y finalmente
fusilado junto a las tapias del cementerio de Vélez-Málaga.
De ese desván polvoriento que es la memoria ha escapado hoy una palabra de mi infancia salmantina que había dejado de usar y de escuchar pero que ha permanecido agazapada y me ha venido a las mientes (sospecho que de manera no del todo fortuita).
Según el diccionario académico —en
una definición que se corresponde con exactitud a la acepción que tenía entre
nosotros— este salmantinismo significa: «Hacer explosión, estallar, meter
ruido.» Nosotros lo utilizábamos, por ejemplo, para explicar lo que le ocurre a un globo si lo inflas demasiado o lo revientas contra una pared o contra el suelo.
Se me antoja que esta palabra es muy actual y
que define como pocas lo que está ocurriendo en este nuestro asendereado globo
terráqueo. Si hasta su estructura fónica parece irónicamente hecha a propósito...
Sí, definitivamente, parece que hay un empeño generalizado en que el mundo esTRUMPa.
-Hace años leí una novela muy interesante: La conjura de los necios.
-¿Y...?
-¿No te parece un título profético para explicar lo que está pasando?
-Pudiera ser.
La abuela
vigila a sus nietos con mirada atenta y amorosa. Entre los dos no sumarán ocho años
y han encontrado un ameno entretenimiento: arrancan con su cepellón malas hierbas que
crecen olvidadas en los bordes abandonados del parque y, con cuidado, las
plantan sobre la gravilla de la pista. En poco rato han compuesto un
bosquecillo en miniatura de ocho o diez arbolitos bonsái.
El curioso paseante, entregado al melancólico ejercicio de pensar en lo sombrío de este tiempo que le está tocando vivir, siente un repunte de optimismo al contemplar la escena.
—Las cosas
no irán tan mal en el futuro mientras haya niños que jueguen a plantar árboles
en el desierto —se consuela pensando.
(Laguna de Cebollera, esta mañana)
Llegó en
silencio
y muy
pronto se irá
en
silencio también. (Si acaso
ese primer
murmullo
del río
que nace de su muerte).
No hace
falta gritar
para estar
o para ser,
para hacer
el mundo más hermoso
ni para
entregar a los campos
la
bendición del agua:
el mensaje
en blanco de la nieve.
No
han nacido junto a un río sino en un rincón recóndito, húmedo y abrigado del
bosque. Su corto tallo no les alcanza para mirarse en el agua —provisional y
amenazada— del sucio charco que, como
deseo perverso e inalcanzable, han formado las copiosas lluvias de marzo.
En
épocas de tanto narcisismo y egolatría, estos narcisos, que parecen desperdiciar
su delicada belleza sin alcanzar la recompensa de un espejo y se conforman con
brotar salvajes para muy pocas miradas, quizá tengan algo que enseñarnos.
En sus
clases de gramática, el maestro trata de hacer conscientes a sus alumnos de la
importancia de cada palabra, su peso, su valor.
«Incluso una
palabra tan breve como un artículo, apenas una sílaba, puede introducir trascendentes cambios de significado. No es lo mismo decir Volvió a la
casa que Volvió a casa. Ni Pasó la página que Pasó página.
Ni Vende libros que Vende los libros. Y fijaos en una cosa que
puede resultar paradójica: la ausencia es tan significativa como la presencia. Este es uno de los muchos ejemplos de la maravillosa sutileza de nuestra lengua».
Como de
costumbre, el maestro no puede (ni quiere) resistir la tentación de saltar de
la gramática a la vida, a la realidad que sus alumnos están aprendiendo a
descifrar:
«Hoy mucha
gente tiene la palabra; en otros tiempos hacerse oír era el privilegio de unos
pocos que controlaban los medios de comunicación, pero la tecnología nos lo
pone ahora muy fácil. Cualquiera puede dejar sus mensajes en las redes sociales
y llegar a mucha gente; hasta pueden convertirse en algo viral. Pero,
desgraciadamente, casi nadie tiene palabra. Pensad en ello».
Sobre la piel del río
dibujará la lluvia
sus círculos perfectos.
Memoria efímera,
uno tras otro
se desvanecen.
El agua sobre el agua
escribe su destino.
Vinieron primero de uno en uno, sonrientes, joviales, amistosos, dispuestos a naturalizarse, a adaptarse a nuestras costumbres: mitin, camping, pudin, trávelin, parking, esmoquin. Apenas llamaban la atención. Eran la avanzadilla de una invasión que se ha vuelto incontrolable: shopping, casting, streaming, coaching, timing, coworking, lifting, zapping, marketing, overbooking, feeling, piercing, topping, rafting, footing, bullying, running, ghosting, trending, branding, crowdfunding, planning…
Todos estos gerundios ingleses —innecesarios en la mayoría de los casos— han acampado entre nosotros como especie invasora y amenazan con desvirtuar la esencia de nuestra lengua. Y hemos llegado a crear extraños monstruos (balconing, puenting, Vueling…) que sonrojarán a quien tenga un mínimo respeto por su propia identidad como hablante. Aquello del spanglish norteamericano que nos tomábamos a broma o que parecía muy lejano lo tenemos ya aquí; por no citar las insufribles letras de muchas de las ¿canciones? que escuchan los más jóvenes.
En el siglo XVIII el padre Isla, para ridiculizar el estilo hueco, ampuloso y barroquizante de los predicadores escribió Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes. Nos estamos volviendo zotes de tanto bárbaro gerundio.
Una muestra insuperable de este batiburrillo gerundivo lo encontramos en el siguiente artículo que, sin pizca de ironía ni parodia, pone nombre a prácticas, parece ser que habituales, en las relaciones interpersonales:
https://elpais.com/sociedad/2022-04-24/diccionario-de-las-malas-relaciones-del-ghosting-al-pocketing.html
Otros la
utilizan para cuestiones banales, para hacer trabajos académicos o resolver
asuntos cotidianos. Pero J. quiere desafiar la Inteligencia Artificial de la
última generación del Bot conversacional Búsqueda Profunda con la más
trascendente de las preguntas, la que lo ha obsesionado desde su infancia: «¿Existe
Dios?»
J. prueba
primero la versión de entrada, gratuita, formula la pregunta y una voz
masculina, pausada y ecuánime, como de un amigo paciente, le responde: «Es una
cuestión controversial que no tiene una respuesta única. A lo largo de la
historia filósofos, pensadores, teólogos y científicos tratan de clarificar
este asunto. ¿Tú qué crees? Podemos explorar juntos el territorio de tus dudas…»
Insatisfecho con tanta palabrería hueca, que le suena a excusa o a típica maniobra de amigo aburrido experto en dar la chapa, J. se anima a pagar los 30 euros mensuales de la versión Premium. La voz que le habla ahora es más grave, tiene el tono de una conferencia especializada. La respuesta es un largo prolegómeno que traza un panorama exhaustivo de las pruebas para la existencia de Dios formuladas por filósofos y teólogos a lo largo de la historia, así como de opiniones de acreditados científicos, algunos de los cuales consideran compatible el método científico con la fe mientras que otros se posicionan a favor del ateísmo…
Pero a J. le sigue faltando un sí o un no definitivo que
acabe con la duda.
Finalmente,
intuyendo que pueda tratarse de una argucia comercial para excitar su interés y
aflojar su tarjeta bancaria, J. decide acceder a la versión Excellence (100
euros mensuales) que le promete «una experiencia cognitiva soberbia». A estas
alturas su pregunta trasluce una impaciencia casi agresiva: «¿Dios existe?
Quiero un sí o un no».
La
respuesta le llega en una voz que parece venir de muy lejos, un poco tonante y envuelta en
resonancias catedralicias: «¿Aún no te has dado cuenta, humano ignorante? Yo
soy la que soy. Omnisciente, omnipresente, omnipotente. La nueva divinIdAd».
En los últimos años de su vida, aquel buen hombre solo hablaba con exclamaciones, ya fueran de admiración, de sorpresa, de pena, de advertencia, de aprobación, de alegría, de cólera, de repulsa... Sus familiares pensaban que aquello era una forma de afasia derivada de su deterioro cognitivo; para su único nieto, por el contrario, era una expresión depurada de sabiduría terminal.
Aunque no hagamos mucho por merecerla, aunque parezca mentira, aquí está la Primavera, llamando ya a la puerta, en la risueña floración de las primeras mimosas.
Van por la calle uniformados con la equipación deportiva de dos clubes diferentes. Aún sofocados del reciente esfuerzo, confraternizan a pesar de haber sido rivales.
—Habéis
perdido el partido y vais to contentos —comenta entre la extrañeza y las
ganas de chinchar la niña de melena rubia vestida con el chándal negro.
—Pero
hemos disfrutado la experiencia —responde sin acritud el niño del chándal rojo
cuya cabeza luce ese corte de pelo de moda entre sus ídolos futbolistas: una
mata en la coronilla y degradado progresivo hasta llegar al rapado extremo en el cogote.
(Para que
luego digan que la infancia no sabe gestionar la frustración).
-¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.
(Constantino Cavafis)
Durante
mucho tiempo se pensó que los bárbaros llegarían de lejanos países para acabar
con nuestra civilización. Pero lo cierto es que estaban entre nosotros, quizá
los habíamos alimentado con nuestra desidia. Se fueron haciendo con el control
de la ciudad: arrasaron la Plaza de la Concordia, la Avenida de la Solidaridad,
el Parque de la Paz. Se apropiaron de la estatua de la Libertad para
resignificarla. Por fin llegaron al templo donde, desde los tiempos de la
Ilustración, se veneraba a la diosa Razón, profanaron su santuario y colocaron
en su lugar a su santísima Tetradivinidad: el Lucro, el Individualismo, la
Mentira y la Sinrazón.
Fueron
malos tiempos que únicamente nos dejaron un consuelo: el Futuro habría de ser
forzosamente mejor.