Ari está
enfurruñado. Sus padres le han prometido un divertido día en el campo para alejarlo
de la tiranía adictiva de las pantallas. Ya que te gustan tanto los juegos de guerra,
le dice su padre, desde la colina, cerca de la frontera, a menos de dos
kilómetros de la ciudad machacada por los bombardeos, podrás disfrutar de un
espectáculo único. Y muy patriótico, añade la madre. Aviones que descargan su
carga mortífera, proyectiles de la artillería y los tanques, edificios que se
derrumban envueltos en llamas y humo. El poderío de nuestro ejército. Una guerra de verdad.
Al llegar al puesto de observación tienen que hacer cola hasta que queda libre uno
de los telescopios de pago que un avispado promotor ha instalado. Entretienen
la espera bebiendo un refresco en el precario chiringuito que regenta una joven emprendedora.
La guerra es un negocio como otro cualquiera.
Cuando al
fin aplica el ojo al visor del telescopio, Ari lo aparta pronto, decepcionado.
Solo se ve una débil columna de humo. No hay banda sonora: ni disparos, ni estallido
de bombas, ni gritos. Todo queda demasiado lejos. Y no hay botones, ni teclas, ni palanca para animar la escena.
Ari,
bisnieto de supervivientes del holocausto nazi, siente que lo han engañado.
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