Para que los liberen del atestado campo de concentración de Albatera, recién acabada la guerra, los jóvenes republicanos detenidos tienen que pasar una especie de burda comisión. La preside un teniente joven sentado en una silla a la salida, más preocupado por obtener un permiso y un coche para ir a Alicante —así lo habla con un compañero— que por la suerte de los presos. Estos han de demostrar que son menores de 18 años y no están en edad militar, que los dedos no les huelen a pólvora y que no tienen en el hombro las señales del retroceso de la culata del fusil. Su suerte depende exclusivamente del juicio del todopoderoso teniente, poco mayor que ellos.
Seguir en Albatera puede significar la muerte;
muchos años de penalidades, en el mejor de los casos. Tener cara de niño y el
rostro imberbe es una bendición. Los candidatos a abandonar definitivamente el
campo responden preguntas sobre su filiación, lugar de detención, bienes de
fortuna, políticos destacados que hayan conocido, afiliación a algún partido o
sindicato… Ocultan todo lo que pudiera incriminarlos. No hay documentos, todos
han sido destruidos: es la primera medida de protección que han tomado antes de
ser apresados.
Uno de los
aspirantes a la libertad, fiado en su rostro infantil, se condena a sí mismo
nada más decir su nombre: Libertario.
Otro, que ha
superado el filtro del interrogatorio y la mirada suspicaz del teniente y tiende
ya la mano para recoger el salvoconducto firmado, la pifia en el último momento; quizá su cautela desaparece con la euforia de la próxima liberación.
—¡Salud! —dice alegremente,
a modo de despedida. Consciente enseguida de su error, trata de corregirse:—
¡Adiós, adiós, adiós!
Pero ya es
demasiado tarde.
—¡P'adentro! —le grita el teniente.
Adaptación de un relato autobiográfico contenido en Cuentos
sobre Alicante y Albatera, de Jorge Campos.
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