Ni con la
elegante —ya casi aristocrática— pluma; ni con el práctico y vulgar bolígrafo. Firmaba
sus decretos —esos decretos con los que aspiraba a poner el mundo patas arriba—
con un enorme rotulador de vagas sugerencias fálicas. Su firma —que mostraba
orgulloso a las cámaras— era una larga, monótona y aburrida sucesión de crestas
y valles, la gráfica de los sobresaltados vaivenes del mercado de valores o los
picos de fiebre de un enfermo. Alguien diría que tenía también un vago parecido
con la dentadura de un tiburón.
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