domingo, 2 de noviembre de 2025

CORRECTOR DE PRUEBAS

 

Toda su vida profesional la pasó corrigiendo textos ajenos, primero en un periódico y más tarde en una editorial, hasta que las modernas herramientas informáticas de ortografía y tipografía lo convirtieron en un empleado casi obsoleto y terminaron por prejubilarlo.

Más que de la sintaxis o de las letras, era un maniático de los signos ortográficos, tan maltratados por la mayoría de quienes se toman la molestia de utilizarlos. En sus largas jornadas después de jubilarse le dio muchas vueltas al epitafio que figuraría en su lápida. Se recreaba en la posibilidad de dejar un mensaje críptico, a la vez que repleto de simbólico significado.

Pensó primero en encargar que grabaran un solo punto sobre el frío mármol (el punto final de su propia historia); después jugó con la idea, que le pareció muy sutil, de que fueran tres puntos suspensivos (un relato interrumpido que quizá tuviera continuidad más allá; la sugerencia de una perplejidad); tampoco le parecía mal el símbolo del paréntesis (la vida no era más que un efímero paréntesis en medio de la nada).

La muerte en forma de infarto fulminante sorprendió al corrector en estas divagaciones antes de que se decidiera a dejar constancia escrita de su última voluntad.

Su único heredero, un sobrino nada ilustrado y escasamente imaginativo con el que había tenido muy poco trato, mandó grabar sobre su tumba únicamente su nombre: ALVARO PEREZ LOPEZ.

Si existe otra vida, el infortunado corrector estará sufriendo por ese triple error irreparable: las tres tildes que faltan en la inscripción.

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