El coronel no tiene quien le escriba.
La mayoría de nosotros tampoco. Ya ni siquiera los bancos envían su tediosa correspondencia. (Quizá por Navidad algún amigo despistado o anclado en viejas costumbres nos envíe una tarjeta de felicitación). Casi nadie escribe cartas. Se ha perdido algo más que un medio de comunicarse. Se ha perdido una ceremonia, un ritual, una costumbre que requería algo de lo que ahora estamos huérfanos: tiempo, dedicación y delicadeza. La mano trazaba las frases con esmero, pensándolas. Poner el nombre del destinatario era sacarlo del anonimato y ubicarlo en su lugar. Escribir el remite suponía hacerse responsable de lo escrito. Pegar el sello y la solapa engomada dejaba un regusto en los labios. Echar la carta al buzón público era como liberar una paloma mensajera. Y nuestro buzón podía ser una caja de sorpresas.
Ahora todo es instantáneo y pululan frenéticamente los mensajes: desaseados, torpes, zafios, crudos. Desdeñamos el ingrediente básico de la cocina, del amor, la amistad o el arte: el tiempo. Todo lo queremos rápido, aquí y ahora. La paciencia es maldición de viejos.
El buzón lleva mucho tiempo oxidado y nadie parece tener interés en repintarlo.
Corren malos tiempos para las cartas.
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