Entre
la turbamulta de crudos anglicismos que nos asedian, campa a sus anchas una tropilla
cada vez más nutrida de términos relacionados con esa tupidísima tela de araña
conocida como redes sociales y a los que nadie parece buscar un sustituto
adecuado. Palabras como influencer, hastag, trending topic, like, post, blog,
link, tuitero, follower o youtuber son frecuentes entre los usuarios habituales
del medio.
Mi elegida hoy es 'hater', que la castellana pronunciación, poco
amiga de las consonantes sutiles, intermedias y aspiradas, convierte
directamente en 'jeiter'. Dejo de lado nuestras proverbiales vagancia e infantil
bobería por no traducir este vocablo por el posible neologismo odiador, que se
entiende perfectamente; me centro en el hecho mismo de que haya aparecido con
tanta fuerza esta categoría de individuos en la selva de internet. Muchos
alardean de ello, forman una comunidad y casi se han profesionalizado. Cualquier
noticia, personaje, suceso, marca comercial, conflicto político o social es la
diana de sus dardos envenenados. Da igual, allí donde se abre la ventana para
opinar, en cuanto se da la oportunidad, siempre aparece un odiador con el hacha
verbal levantada, a veces disfrazada de humor negro, otras manchada de cinismo,
casi siempre de zafiedad, ultraje, crueldad gratuita, ansia destructiva. Son
legión y la violencia de sus comentarios deja un regusto amargo en el lector,
porque alimenta la sospecha de que algo no funciona bien en la naturaleza del
ser humano.
Parece
ser que odiar y amar son dos capacidades emparejadas que traemos de serie y que
se alimentan de un mismo combustible: nuestra emocionalidad apasionada. No
quisiera yo despachar, sin más, al odio de nuestra existencia: supongo que
algún papel habrá jugado en nuestro proceso evolutivo y que no puede eliminarse
de un plumazo, pero sí encauzarse adecuadamente. En cierta medida, hay odios
magníficos, casi admirables, como aquel "odio africano" que según
nuestra enciclopedia infantil un general cartaginés profesaba desde su infancia
contra los romanos. Pero es que este odio de los "haters" resulta
postizo, facilón, inconsecuente. Remite a pobreza de espíritu, hostilidad insensata, amargura
existencial difusa que se paga con los demás, cobardía amparada en la falsa
impunidad de las redes, fanatismo, envidia y otras emociones igualmente
negativas.
Definitivamente,
odio a los odiadores. Me he convertido en uno de ellos.
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