Hay palabras que mantienen incólume todo su olor y su sabor, milagrosamente a salvo del inexorable desgaste del tiempo. Suele tratarse de palabras olvidadas, poco frecuentes, que de golpe vuelven a nosotros y traen con ellas no solo significado sino también la evocación intacta, el rescate feliz de momentos irrepetibles, de un pasado hecho añoranza. No las habíamos vuelto a oír desde la infancia y son capaces, por su energía interior, de transportarnos.
Algo de esto me ocurre con la palabra 'pámpanos'. Durante mis primeros años, ignorando que se trataba de un localismo de uso bastante restringido, lo referíamos, de manera unívoca, a esos racimos de flores blancas con una pincelada amarilla de polen en el interior de la corola, que colgaban, al final de la primavera, de las ramas de las acacias. Cuando supe más -pero no mejor-, descubrí que para el diccionario 'pámpanos' son los sarmientos jóvenes de la vid, los que adornan la cabeza de Dionisos. También aprendí que en otros lugares los llamaban 'pan y quesillos' y que no éramos los únicos niños del mundo -en una época en que no había demasiada oferta ni capacidad económica para adquirir "chuches"- que los comíamos con delectación. Para más decepción, las acacias, ese árbol heroico, hoy bastante desdeñado, que nos libraba del calor feroz de los veranos, que nos enseñó la verdad traicionera de las espinas, que nos permitía jugar a arrancar sus hojuelas en serie, que sobrevivía a la sequía y a los terrenos pedregosos con una tenacidad admirable, las acacias, nuestras acacias, uno de los árboles tutelares, son falsas; pseudoacacias, las catalogan los botánicos.
En este caso, y sin que sirva de precedente, he decidido negarme a la corrección idiomática. Mis pámpanos serán siempre esas flores fragantes y sabrosas, dulces y cándidas, precursoras de la miel, cuyo sabor y perfume permanecerán asociados a uno de los momentos más felices del año: esos días de comienzos de junio cuando el verano es una promesa muy grande y reluciente hecha de muchas pequeñas promesas de libertad, de juego, de aventura, de días largos sin escuela, de noches tibias donde se juega al escondite, de eras de pan trillar, de siestas amenizadas por la zarabanda de las moscas. Y las acacias, mis acacias, nunca serán falsas, siempre serán auténticas. Tan auténticas y tan reales como lo es todo en la infancia, digan lo que digan los académicos y los botánicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario