Era tímida, muy tímida, al menos con
las palabras. Se le daba mal mantener
una breve conversación. El miedo a hacer el ridículo le anudaba la garganta y
la hacía tartamudear. A veces le gustaría haber nacido muda para no verse
obligada a hablar. Aprendería el lenguaje de signos, dibujaría en un papel: eso
le resultaba mucho más fácil. De hecho en la cafetería la consideraban una
artista: con la espuma de la leche hacía sobre el café espirales, flores,
cisnes, un delfín, una bailarina; hasta se atrevió con alguna caricatura.
Él era un cliente habitual y apenas la
miraba. Quizá era tímido también, uno de esos tímidos de mirada tan hermosa como
abatida. Ella se hubiera atrevido a dibujar en su taza un corazón. Quizá le
hubiera temblado un poco la jarrita de la leche en la mano y no le hubiera
salido tan bien como de costumbre.
Pero, para su desgracia, él siempre
pedía lo mismo: un café solo.
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