-¿Te
queda algún ataúd?- pregunta la dependienta a una compañera.
La
última palabra activa todas las alarmas en mi cerebro, un calambrazo que me
recorre de arriba abajo el cuerpo y me provoca una perplejidad demoledora.
¿Dónde estoy? Juraría que en la cola del Mercadona. Delante de mí, una madre
joven y su hija de corta edad que llora desconsolada, sorbiéndose los mocos y
bebiéndose las lágrimas.
-Creo
que me queda uno.
Por
un momento imagino que estoy en aquella tienda de la Irlanda profunda -lejana
en el tiempo y en el espacio- en cuyos estantes, mientras pedíamos fish and chips, descubrimos, entre otros
artículos inverosímiles, coronas funerarias de flores artificiales. Por un
momento caigo en la fácil superchería de creer que mis obsesiones empiezan a
suplantar la realidad. Trato de serenarme pensando que el Sr. Roig -un águila
para los negocios- ha decidido ampliar
la gama de artículos ofrecidos en su cadena de supermercados. En fin, quizá
debo aceptar que se ha producido una extraña curvatura en las coordenadas de mi
existencia y he arribado de pronto a una dimensión regida por la incongruencia.
La
cajera alcanza de su expositor de productos en oferta el pequeño ataúd con
forma de hexágono irregular simétrico -es, en efecto, el último- y se lo pasa a
su compañera. La madre lo añade a su cesta de la compra y paga. La niña ya
tiene su capricho. Ha dejado de llorar y su rostro es como el sol hermoso
después de una tormenta de verano. Con la fúnebre cajita en las manos se
esfuerza por abrirla y sacar los bombones. Imagino que estarán rellenos de
algún líquido rojo, sanguinolento -crema de frambuesa, tal vez-.
Respiro,
aliviado. El mundo vuelve a ser comprensible. Mañana es "jálouin".
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