Se quedaba dormida en cualquier
sitio, menos en la cama. Se quedaba dormida a cualquier hora, menos por la
noche cuando se acostaba. A nadie le importaba, nadie iba a echárselo en cara.
El tiempo, para ella, era una materia pastosa y uniforme, como si a las
ruedecillas del reloj se le hubieran caído los dientes. Además, el sol de la tarde, un sol de otoño
tierno y dulce, resultaba irresistible. Se fue quedando dormida sentada en la
silla de plástico, en un rincón del huerto, a la sombra del nogal, con los ojos
en el monte. Tuvo un sueño de juventud, un relámpago de lumbre en su carne
apagada.
Cuando
despertó, desde la sierra, le llegó el eco de la brama y el chocar de cuernos
de los ciervos disputándose las hembras.
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