Circula por ahí una extraña versión
del mito de Ulises y las sirenas, que es bastante diferente de la que Homero
relata y de la más moderna interpretación de Kafka. Se cuenta en ella que los
marineros exigieron a Ulises escuchar ellos también el canto de las sirenas.
Para no poner en riesgo el barco fijaron un derrotero circular y por turnos, de
uno en uno, atados al mástil, mientras todos los demás se tapaban con cera los
oídos, se les permitió escucharlas. Cuando todos hubieron gozado de aquel raro
privilegio y ya el barco se había alejado lo suficiente pusieron en común su
experiencia. Cada cual trató de explicar -era ciertamente difícil fijarlo en palabras-
lo que había oído. Se produjo allí una sorprendente escena. No se ponían de
acuerdo en describir la naturaleza de aquellos sublimes sonidos. Si uno había
creído distinguir música de cítaras atravesando el aire de cristal de un
palacio soñado, otro le contradecía en la seguridad de haber asistido a un coro
de dulces voces de mujer o a los gemidos de placer de un cortejo de bacantes.
Hubo quien afirmó haber oído sin asomo de duda la voz de su madre muerta
entonando una nana y quien tuvo la certeza de que la garganta de las sirenas emitía
el varonil torrente de una canción marinera. El frotarse del viento en las
higueras, la rítmica obstinación de las olas, el silbido de un pájaro solitario
en la enramada, el zumbido de las abejas a la hora de la siesta y hasta la
pitagórica música de las estrellas fueron citados en alguno de los relatos.
El
astuto Ulises callaba y sonreía.
-¿Qué
oíste tú? –le urgían.
La
respuesta se hizo esperar:
-El
silencio más hermoso que jamás he escuchado. Estaba hecho de una materia
inolvidable y contradictoria… Era tan profundo que en él naufragaban las
palabras y hasta la música se volvía
inútil.
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