Convocar esta palabra, rescatarla del depósito
de las palabras descartadas, es agitar el agua profunda de los recuerdos,
desandar el sentido del tiempo. En su tosca textura no puede aspirar a ser la
magdalena de Proust pero tiene la misma virtud evocadora, porque, asociada a
ella, surge, como por ensalmo, una escena de infancia. El 2 de noviembre, día
de los difuntos, los familiares más afectados ofrecían en la misa unos panecillos
como memoria, homenaje y propiciación para favorecer su eterno descanso.
Acabada la misa el cura repartía los bodigos entre los monaguillos. (Supongo
que también se quedaría con su parte y, si lo recaudado era abundante, la
generosidad alcanzaría a más gente). No los recuerdo como una exquisitez; más
bien, en las torceduras de la memoria, se me aparecen como algo denso, con poco
sabor y molledo duro, amazocotado. Un
pan como una piedra.
La palabra tiene un origen esclarecedor.
Proviene de un sintagma latino (panis
votivus) y su carácter religioso, asociado a los ritos funerarios, muy bien
podría ser de origen precristiano, retrotrayéndonos a todas las tradiciones
-extendidas por medio mundo- que vinculan la comida al culto a los muertos, ya
sea como forma de alimentarlos en el más allá o de ganarse la simpatía de los
espíritus y dioses que gobiernan el reino tortuoso de la otra vida. En muchos
de estos casos parece tratarse también -como en los banquetes y convites
celebrados tras un fallecimiento- de una frenética afirmación de la vida frente
a la muerte, pues los que comen y beben y disfrutan -excesos incluidos- son los vivos.
El refrán lo sintetiza con rotundidad: "El muerto al hoyo y el vivo al
bollo".
Anclada a unos tiempos en que la muerte era
algo serio y familiar, en que no valían infantilismos ni sucedáneos ni
disfraces, la palabra bodigo parece
condenada a la extinción o -lo que es casi peor- a una recuperación espuria
convertida en reclamo de turismo gastronómico. Comer el pan de los muertos,
hacerlo con la gravedad dolida de las ánimas del purgatorio, nunca será
tendencia.
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