Viajaba siempre acompañado por el
sonido de la radio. Tanto es así que
podría afirmarse que en ocasiones
el viaje era una mera excusa para disfrutar con ese río inagotable de música y
de palabras. Aquella noche se montó en el coche sin meta, sin objetivo
concreto. Había, eso sí, una motivación profunda: quería huir. La oscuridad se
le antojaba un útero y el coche tapizado de música, la placenta que lo
albergaba, lo protegía, lo alimentaba. Los faros rasgaban la negrura que
enseguida se suturaba tras ellos y todo
se armonizaba para crearle una maravillosa sensación de amparo y bienestar.
Tomó por una carretera por donde nunca
había transitado, hacia el interior, ese lugar del que los mapas poco tenían
que decir. Con el dial, según el humor cambiante, sintonizaba música clásica,
rock, jazz, éxitos de su juventud, las baladronadas de los programas
deportivos, las confidencias más terribles de los programas de madrugada para
oyentes solitarios.
De pronto la radio dejó de sonar. La
búsqueda automática del aparato solo le entregaba chisporroteos, zumbidos, voces desvaídas: nieve sonora. Quizá el
crepitar profundo del origen de las galaxias. Era como internarse en un largo
túnel donde se perdían todas las señales conocidas. Transcurrían los kilómetros
y atravesaba lugares apenas habitados, más fantasmales si cabe en la soledad
nocturna. Los pocos que cruzó parecían abandonados tras una peste
invisible y antigua. La luz amarillenta
de las farolas se le antojó inútil, un gasto superfluo, un intento pueril de
ocultar el abandono iluminándolo. Allí no llegaban las ondas, las emisoras lo
habían abandonado. El cielo, esa inmensa pradera por donde pululaban miríadas
de señales, estaba desierto sobre aquella provincia. Se sintió huérfano,
perdido en la imperturbable negligencia de un páramo.
El dial continuaba con su infatigable
búsqueda circular; terminaba y volvía a comenzar por el principio. No se
atrevía a desconectar la radio. Se angustió. Necesitaba oír algo. De pronto el
dial se detuvo: llegó a sus oídos una música de arpa y una salmodia de voces.
Creyó haber conectado directamente con el paraíso, con la emisora de los
ángeles, transportado a los campos elíseos.
Poco duró la ilusión: tuvo que
reconocer que Radio María con su rezo del rosario llega a todos los sitios. Hasta
a los más dejados de la mano de Dios.
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