sábado, 10 de noviembre de 2018

DESIERTO SONORO





Viajaba siempre acompañado por el sonido de la radio. Tanto es así que  podría afirmarse que  en ocasiones el viaje era una mera excusa para disfrutar con ese río inagotable de música y de palabras. Aquella noche se montó en el coche sin meta, sin objetivo concreto. Había, eso sí, una motivación profunda: quería huir. La oscuridad se le antojaba un útero y el coche tapizado de música, la placenta que lo albergaba, lo protegía, lo alimentaba. Los faros rasgaban la negrura que enseguida se  suturaba tras ellos y todo se armonizaba para crearle una maravillosa sensación de amparo y bienestar.

Tomó por una carretera por donde nunca había transitado, hacia el interior, ese lugar del que los mapas poco tenían que decir. Con el dial, según el humor cambiante, sintonizaba música clásica, rock, jazz, éxitos de su juventud, las baladronadas de los programas deportivos, las confidencias más terribles de los programas de madrugada para oyentes solitarios.

De pronto la radio dejó de sonar. La búsqueda automática del aparato solo le entregaba chisporroteos, zumbidos,  voces desvaídas: nieve sonora. Quizá el crepitar profundo del origen de las galaxias. Era como internarse en un largo túnel donde se perdían todas las señales conocidas. Transcurrían los kilómetros y atravesaba lugares apenas habitados, más fantasmales si cabe en la soledad nocturna. Los pocos que cruzó parecían abandonados tras una peste invisible  y antigua. La luz amarillenta de las farolas se le antojó inútil, un gasto superfluo, un intento pueril de ocultar el abandono iluminándolo. Allí no llegaban las ondas, las emisoras lo habían abandonado. El cielo, esa inmensa pradera por donde pululaban miríadas de señales, estaba desierto sobre aquella provincia. Se sintió huérfano, perdido en la imperturbable negligencia de un páramo.

El dial continuaba con su infatigable búsqueda circular; terminaba y volvía a comenzar por el principio. No se atrevía a desconectar la radio. Se angustió. Necesitaba oír algo. De pronto el dial se detuvo: llegó a sus oídos una música de arpa y una salmodia de voces. Creyó haber conectado directamente con el paraíso, con la emisora de los ángeles, transportado a los campos elíseos.

Poco duró la ilusión: tuvo que reconocer que Radio María con su rezo del rosario llega a todos los sitios. Hasta a los más dejados de la mano de Dios.

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