martes, 20 de noviembre de 2018

LIQUIDÁMBAR








Hay palabras desgastadas como piedras de río, suaves al tacto, que han rodado de boca en boca durante siglos. Otras son espinosas o cortantes, quizá porque son evitadas. Hay palabras viejas y nuevas. Palabras sonoras y otras tan discretas que apenas son un susurro. Algunas juegan a engañarnos porque significante y significado parecen contradecirse. O son tan evidentes que las diríamos creadas artificialmente a partir de otras. Es lo que ocurre con liquidámbar, que bien a las claras va pregonando su filiación: ámbar líquido, el que se obtiene de su corteza.




Y sin embargo este árbol -presencia cada vez más habitual en calles y jardines- no ha triunfado entre nosotros por las propiedades del líquido que destila sino porque con él el otoño ha sido muy generoso, dotándolo de toda una gama de tonalidades: verde, amarillo, rojo, granate. Alineados en cualquier avenida, podemos ir contemplándolos de uno en uno, admirando las delicadas gradaciones del color en sus hojas, como si entre todos ellos quisieran formar un arcoíris o agotar esa escala infinitesimal de matices que nos lleva de la primavera al invierno.


                
 
               
    






Confieso que liquidámbar me resultaba una palabra afectada, como si el árbol hubiera sido bautizado por una mente más científica que poética. Pero con el uso la he ido haciendo mía y ya me resulta grata su fonética y su alusión al ámbar me conduce a otras eras geológicas, a esa lentísima alquimia del tiempo que transforma la resina en piedra preciosa.

¿Y cómo resistirse a su demorado otoñar, a ese derroche de sutil cromatismo que enciende de púrpuras, granas y escarlatas la grisalla de las ciudades y los pequeños jardines de las urbanizaciones?




Gracias, amigo liquidámbar, por hacer de tu ingreso en la estación sombría un camino de impagable hermosura.

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