Ni
amar las banderas, ni odiarlas, ni temerlas. Quizá lo mejor sería ser
insensible a ellas. Quien ama mucho una bandera suele odiar otras. Quien odia
mucho alguna bandera ama en exceso alguna otra, aunque no lo reconozca. Quien
teme las banderas les está dando un poder simbólico destructivo que nunca
deberíamos concederles.
A
orillas del río Cam, atracadas en sus orillas, antiguas barcazas transformadas
en viviendas flotantes, algunas abandonadas, otras en uso, dan cuenta de la
existencia de hombres y mujeres para quien una casa no está obligada a tener
cimientos ni a permanecer quieta en su sitio. Un hogar móvil y viajero,
suavemente mecido por unas aguas mansas. No encontré sobre ellas banderas, ni
siquiera la negra de los piratas ni la de conveniencia. La ropa tendida al
viento es lo más parecido que vi. Con dos excepciones, las que aparecen en las
fotos. En ambos casos hube de consultar para estar seguro de mis sospechas.
Una
de ellas es la bandera de las Brigadas Internacionales (quizás algún bisnieto
de uno de aquellos luchadores antifascistas la reivindique con cándida
nostalgia); la otra es la bandera de los gitanos, del pueblo errante
simbolizado en la rueda de una carreta.
Obligados
a elegir una bandera, cualquiera de estas dos, la de la lucha por la libertad y
la de la libertad conseguida mediante el viaje parecen las más dignas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario