En la ciudad que tanto ama las bicicletas, muy de vez en cuando, puedes ver algún ejemplar arrumbado en una calleja, contra un árbol, en cualquier esquina. Esa bicicleta que nadie recoge al anochecer, duerme al raso y se va oxidando lentamente bajo la incesante lluvia del norte. En alguna ocasión parece tratarse de un olvido involuntario -alguien que sufre una amnesia pasajera y no recuerda dónde la dejó aparcada-, pero otras veces te asalta el sentimiento de que se trata de un avieso abandono, como el de ese perro que se ha tornado molesto y se arroja al arcén.
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