martes, 18 de septiembre de 2018

EL BANCO







Sentado en este banco, junto al río Cam, él veía pasar las barcas y recordaba el tiempo en que sus brazos también eran jóvenes y agarraban con ímpetu el remo.

Sentada en este banco ella se complacía en la boga sosegada de los cisnes, en el milagro de su blancura sobre las aguas turbias.

A veces se tomaban de la mano y dejaban que un mismo silencio los recorriera, como una caricia lenta, desde los pies de ella hasta la canosa cabeza de él o viceversa. Envejecer juntos era su forma más elevada de amarse y ya les sobraban las palabras.

Delante de ellos pasaban ciclistas que giraban un momento la mirada, cautivados, al verlos: parecían una estatua, esmaltados por un cariño luminoso, como de seres bendecidos por el tiempo.

Ella se fue primero. Él le guardó la ausencia unos días. Después regresó al banco para continuar el duelo. Ya no miraba a los barcos, ni a las patinadoras. Si acaso a los cisnes y el lento pero implacable deslizarse de la corriente, como el agua de una clepsidra.

Al fin él también emprendió el camino, un camino que estaba deseando recorrer.

La placa en su memoria de este banco atestigua  el poder delicado del amor, sus largas secuelas de euforia y melancolía, su tendencia a encarnarse en los objetos, la suave permanencia de su luminosa herida.


Paseante que estás tentado de reposar aquí, no olvides esto: Nadie debería sentarse en este banco sin sentirse un profanador. O, al menos, no debería hacerlo sin un escalofrío. 





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