Sentado en este banco, junto al río
Cam, él veía pasar las barcas y recordaba el tiempo en que sus brazos también eran
jóvenes y agarraban con ímpetu el remo.
Sentada en este banco ella se
complacía en la boga sosegada de los cisnes, en el milagro de su blancura sobre
las aguas turbias.
A veces se tomaban de la mano y
dejaban que un mismo silencio los recorriera, como una caricia lenta, desde los
pies de ella hasta la canosa cabeza de él o viceversa. Envejecer juntos era su forma más elevada de amarse y ya les sobraban las palabras.
Delante de ellos pasaban ciclistas que
giraban un momento la mirada, cautivados, al verlos: parecían una estatua,
esmaltados por un cariño luminoso, como de seres bendecidos por el tiempo.
Ella se fue primero. Él le guardó la
ausencia unos días. Después regresó al banco para continuar el duelo. Ya no
miraba a los barcos, ni a las patinadoras. Si acaso a los cisnes y el lento
pero implacable deslizarse de la corriente, como el agua de una clepsidra.
Al fin él también emprendió el camino,
un camino que estaba deseando recorrer.
La placa en su memoria de este banco
atestigua el poder delicado del amor,
sus largas secuelas de euforia y melancolía, su tendencia a encarnarse en los
objetos, la suave permanencia de su luminosa herida.
Paseante que estás tentado de reposar
aquí, no olvides esto: Nadie debería sentarse en este banco sin sentirse
un profanador. O, al menos, no debería hacerlo sin un escalofrío.
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