Pallaksch, pallaksch, repetía F. Hölderlin,
rescatado del manicomio y acogido por el carpintero Zimmer en su torre de Tubinga
en un gesto de absoluta generosidad y admiración. Más de treinta años estuvo el
poeta cuidado y alimentado por esta humilde familia que lo adoptó y soportó las
tormentas de su locura, sus insondables silencios, sus explosiones de cólera.
Con frecuencia, cuando se le preguntaba por algo, cuando se le pedía tomar una
simple opción, responder con un sí o un no, el poeta, atenazado por la incertidumbre,
horrorizado ante una tarea que se le antojaba titánica, respondía obsesivamente:
Pallaksch, pallaksch, una palabra inventada, una palabra casi
imposible, que no pertenece a ningún idioma, si acaso al dialecto intransferible
de un alma hecha pedazos, de una mente abrasada por su temerario viaje hacia el
sol de la máxima lucidez.
Es la palabra de la duda extrema, de la renuncia al
sentido, de la derrota ante el enigma del mundo.
Pallaksch, pallaksch, sentimos el deseo de
pronunciar algunas veces, superados por el caos cruel e indescifrable de la
realidad.
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