¿Ha
muerto esta palabra? ¿Habrá alguien que la use todavía una tarde de invierno,
sentado a la lumbre o, las piernas tapadas por las faldillas de la mesa
camilla, calentándose los pies con un brasero de ese carbón ligero que algunos
llamábamos cisco y en otros lugares se llama picón? Esa paleta metálica redonda
-más pequeña que el badil, con el que la RAE quiere confundirlo- sabe mucho de
ascuas y cenizas, de largas conversaciones y antiguas historias, de la
necesidad de avivar el rescoldo para animar los pies helados de los ancianos.
"Echar una firma" en el brasero era atizar, escarbar con la
badila en las brasas bajo la cobertura de ceniza para arrancar el íntimo calor.
Era un gesto ritual que solo los mayores
sabían ejecutar con la pericia y solemnidad de los muchos inviernos vividos, sin urgencias, removiendo lo justo para alargar la combustión, para no provocar un diminuto cataclismo volcánico.
Con
esta palabra (y con otras como '(a)lambrera', '(es)trébedes', 'arrecido',
'engarañado', 'cisco') muere una cultura, una experiencia
única: la de la inmensidad del frío y el
pequeño -y ancestral- milagro del fuego
domesticado.
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