sábado, 15 de septiembre de 2018

LA ESTATUA Y LA LLUVIA







De todos es sabido que las estatuas aman la lluvia, sobre todo esa lluvia, tan deseada, en una tarde de verano. Aunque sean de mármol o de duro metal, hay algo que perdura en ellas, un impulso hacia esas costumbres amables de la vida: sentir las gotas sobre la piel desnuda, su frescor, ese perfume de nube que aún guardan.










Se diría que la estatua de la foto ha roto su inmovilidad  abriendo los brazos y levantando el rostro hacia el cielo para dar la bienvenida a la tormenta, como haría un muchacho en la asfixiante atmósfera de una tarde agosto, como quizá hizo el muchacho al que representa. Pero hay algo que desmiente esta fantasía: las telas de araña, ahora cuajadas de pequeñas perlas de lluvia, en el hueco de la mano, en las axilas. 

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