La primera sorpresa se produjo
cuando encendió el ordenador. El doodle
de Google no recordaba ninguna efemérides histórica ni rescataba del olvido a
una científica nacida doscientos años atrás. Los dibujitos móviles
representaban muchas tartas de cumpleaños con velas que se encendían y
apagaban. Pinchó sobre él y apareció el mensaje: "Muchas felicidades,
Francisco, en tu 55 cumpleaños." Se le alegró la cara con una amplia
sonrisa y fantaseó con que ese doodle
apareciera en todos los ordenadores conectados al buscador, no solo en el suyo.
Un mensaje a toda la humanidad.
Entró en su cuenta de correo y descubrió más
felicitaciones. Su banco le hacía llegar sus mejores deseos de prosperidad y le
sugería la mejor manera de preparar una jubilación sin sobresaltos. "Este
es nuestro regalo para ti, Francisco, por tu fidelidad durante todos estos
años. Ábrelo". El obsequio consistía en un vídeo en el que un señor muy
mayor, probablemente octogenario, interpretaba al piano con dedos artríticos y
temblorosos el "Cumpleaños feliz" en un círculo sonoro infinito;
resultaba un pelín patético, hasta premonitorio, pero agradeció el detalle: se suponía que
trataban de enviarle un ejemplo positivo de juventud espiritual. La agencia de
viajes con la que había viajado a Tailandia se acordaba de él y le proponía,
para celebrarlo, un crucero inolvidable por el Mediterráneo: "Date un
capricho, Francisco, te lo mereces." Una ONG a la que contribuía
esporádicamente le hacía llegar la imagen descargable de un calendario con la
foto de una niña africana sonriente: " Este año has cumplido, Francisco.
Sigue cumpliendo con nosotros."
Lo de Facebook llegó a ser
agotador. Las felicitaciones se acumulaban. A las primeras trató de contestarlas
de una en una pero al final se vio obligado a enviar un agradecimiento
genérico. Con todo, se le pasó casi todo el día de pantalla en pantalla. Los
emoticonos bailaban sobre su frente. Tampoco le importaba mucho, fuera el día
estaba destemplado, nuboso y con un temporal a punto de desencadenarse.
No perdonaba la tarta. Era una
superstición que le acompañaba desde niño. Todos los años, desde que recordaba,
había soplado las velas. Sentía que si algún año dejaba de hacerlo atraería
sobre sí la desgracia. Previsor, había comprado el día anterior una tarta en el
supermercado con sus 55 velitas. Eran muchas, pero odiaba esa costumbre de las
personas mayores de sustituirlas por dos números. Había que proceder cabalmente,
no se le pueden hacer trampas al destino.
Por la tarde, preparó y adornó la
mesa como para una fiesta, encendió las velas, buscó en internet el vídeo del
anciano interpretando al piano "Cumpleaños feliz". Antes de soplar
sintió un ahogo, le faltaba el aire. "Cada año más velas que apagar y
menos resuello", filosofó para sí. Necesitaba oxigenarse, llevaba todo el
día sin salir de casa. Abrió las ventanas del salón y una ráfaga de viento
agitó las cortinas y se coló como una exhalación. En un segundo todas las velas
se apagaron. Le pareció un bonito detalle.
Se acostó pronto, estaba agotado
por tantas emociones. Ya en la cama, seguían llegándole al móvil felicitaciones
de algunos rezagados.
"Gracias, queridos
algoritmos", susurró muchas veces, antes de caer dormido.
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