En las casas abandonadas por los hombres, otras formas de
vida más leales, menos imbuidas de su propia importancia, empezaron a depositar
sus semillas traídas por el viento, los pájaros o el azar. Crecieron despacio,
donde nadie las esperaba. Contra todo pronóstico, un ailanto enraizó en la sala
de estar -se inventó el sustento- o quizá en el dormitorio -como el olivo de Odiseo- y
asomó su cuerpo joven y curioso por la ventana, en busca de la luz, redimiendo
a las ruinas de su maldición.
Cuando nos hemos ido todos montados en el caballo de la
locura o en el tren de los desesperados, ellos regresan tranquilos, ocupan nuestro
lugar, enmiendan nuestros errores. Y todo vuelve a comenzar.
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