Desde
que leyó en una revista de divulgación científica que la duración de los
bostezos estaba directamente relacionada con el tamaño del cerebro se sintió
reconfortado al ver confirmada una intuición que siempre había tenido. Pasó de
ser un hombre siempre hastiado -el que abre aparatosamente la boca en todos los sitios hasta mostrar la úvula- al más inteligente -ese a quien el
espectáculo del mundo le resulta demasiado banal-. Avalado por una verdad
científica incontestable, poco le importaba ya que los demás siguieran pensando de él que era
el ser más aburrido del universo.
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