Reclina
la cabeza sobre la frialdad del raíl -es noviembre y el hierro guarda fiel memoria de la helada- como si la apoyara en la almohada de su cama con el
cansancio entregado del que quiere conciliar un sueño largo, muy largo y sin
sueños. Ha de tener paciencia. Ese tren no llegará puntual. Attila. Mal nombre
para un poeta. No se reconoce en él. Quizá, después de todo, buen nombre para
un hombre como él, tan adiestrado por y para la devastación. Ahora ya da igual
el nombre y esa ley húngara de ponerlo detrás del apellido. En París nunca se
aclaraban. ¿Cómo te llamas, en realidad? ¿José o Atila? Llamadme Nadie a partir
de ahora, yo también he bajado a los infiernos y he engañado al cíclope de la locura muchas
veces. Pero ya no puede más. El hierro silba en sus oídos, le trae palabras
lejanas, vibraciones metálicas que es mejor no traducir. De niño también
acercaba el oído a las vías. Le parecía que cantaban. De niño los trenes son
esperanza, incluso para él, que merodeaba por la estación para robar un poco de
carbón para la estufa. Su madre siempre tenía las manos frías de lavar ropa
ajena. Qué importa eso ahora. Los recuerdos son ceniza. Mañana los periódicos
se acordarán de él. Una loa de compromiso. Una hipócrita inculpación. Los
falsos amigos quizá entonen la palinodia. Algunas mujeres querrían no haber
sido tan crueles, tan sinceras. No viene el tren. La postura es incómoda. Ni
siquiera esto ha de salirle bien. Se levanta y echa a andar sobre la vía,
desafiante. No piensa apartarse. Hay revuelo en la estación. Un hombre que no
es él ha sido atropellado. ¿Quién se ha atrevido a cargar con su destino?
Siente que no es más que una tregua provisional, un aplazamiento, pero aún así,
el día le sabe a nuevo. Regresa a su nombre como quien vuelve a casa después de
una noche muy negra. Attila.
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