miércoles, 24 de mayo de 2017

ATTILA (1)

     Reclina la cabeza sobre la frialdad del raíl -es noviembre y el hierro guarda fiel memoria de la helada- como si la apoyara en la almohada de su cama con el cansancio entregado del que quiere conciliar un sueño largo, muy largo y sin sueños. Ha de tener paciencia. Ese tren no llegará puntual. Attila. Mal nombre para un poeta. No se reconoce en él. Quizá, después de todo, buen nombre para un hombre como él, tan adiestrado por y para la devastación. Ahora ya da igual el nombre y esa ley húngara de ponerlo detrás del apellido. En París nunca se aclaraban. ¿Cómo te llamas, en realidad? ¿José o Atila? Llamadme Nadie a partir de ahora, yo también he bajado a los infiernos y  he engañado al cíclope de la locura muchas veces. Pero ya no puede más. El hierro silba en sus oídos, le trae palabras lejanas, vibraciones metálicas que es mejor no traducir. De niño también acercaba el oído a las vías. Le parecía que cantaban. De niño los trenes son esperanza, incluso para él, que merodeaba por la estación para robar un poco de carbón para la estufa. Su madre siempre tenía las manos frías de lavar ropa ajena. Qué importa eso ahora. Los recuerdos son ceniza. Mañana los periódicos se acordarán de él. Una loa de compromiso. Una hipócrita inculpación. Los falsos amigos quizá entonen la palinodia. Algunas mujeres querrían no haber sido tan crueles, tan sinceras. No viene el tren. La postura es incómoda. Ni siquiera esto ha de salirle bien. Se levanta y echa a andar sobre la vía, desafiante. No piensa apartarse. Hay revuelo en la estación. Un hombre que no es él ha sido atropellado. ¿Quién se ha atrevido a cargar con su destino? Siente que no es más que una tregua provisional, un aplazamiento, pero aún así, el día le sabe a nuevo. Regresa a su nombre como quien vuelve a casa después de una noche muy negra. Attila.




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