Cobijados
precariamente del aguacero bajo el follaje aún ralo del fresno, los burros han
abandonado su infatigable trabajo de herbívoros: arrancar la hierba tierna de
la primavera, masticarla someramente, rumiarla. Los días se les van en esta
tarea elemental y absorbente. Pero ahora, congregados junto al árbol, están
paralizados, como si jugaran a ser estatuas animales. Ni siquiera sus tics
habituales ─rascarse los parásitos, agitar la cola para espantar insectos,
abanicar las orejas─ desmienten su
inmovilidad, y el observador se admira de ello y se pregunta por la causa de
tan maravillosa quietud. Busca
analogías. ¿Están rezando al dios de la lluvia? ¿Son patriotas que escuchan con
veneración y respeto el himno? ¿Son filósofos, poetas contemplativos meditando
en busca del nirvana?
Tal
vez, contra su inmerecida fama de seres insensibles, sean los burros espíritus
delicados y sus oídos, atentos a esa blanca música de la lluvia, y sus ojos,
cautivados por su cadencia hipnótica, los induzcan al trance. Estáticos y
extáticos.
Y
algo de esta paz sencilla, pequeña y honda se adueña también del observador.
Lluvia
de abril.
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