domingo, 23 de mayo de 2021

CORONACUENTOS (30): EL CONVENTO

 

Ni los gruesos muros ni la estricta regla de la orden impidieron que el virus entrara en el convento. Quizá sea mejor no preguntarse por qué clandestina vía logró burlar la férrea clausura. Una vez allí fue saltando, furtivo y regocijado, de monja en monja como piojo en gallinero. 

El coro, el refectorio y el obrador donde las hermanas elaboraban sus deliciosas pastas de té fueron los escenarios de un contagio fulminante y sigiloso que solo se llevó  a la más viejecita de la congregación, sor Emerenciana, centenaria y amojamada, cuya primera jaculatoria matutina desde que cumplió los noventa era siempre la misma: «Señor, llévame pronto».  

De modo que más que crueldad hubo misericordia en este manso final y ello ya nos pone en la pista de la peregrina mutación que el patógeno estaba sufriendo. Aunque la literatura científica sea reacia a considerar estas variables no parece descabellado pensar que el silencio balsámico del claustro, las melodiosas voces del coro y la dulzura ambiental del obrador alteraron su estructura genética.

Cuando tras dos meses inolvidables y contra su íntima voluntad abandonó el convento alojado en un huésped descuidado, el virus ya no era el mismo. Había perdido las espículas y se había convertido en una bolita retozona y casi inocua que apenas inducía los síntomas de un resfriado liviano y plácido. Un virólogo zumbón puso nombre a esta variante: pellizco de monja.

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