Ni los gruesos muros ni la estricta regla de la orden impidieron que el virus entrara en el convento. Quizá sea mejor no preguntarse por qué clandestina vía logró burlar la férrea clausura. Una vez allí fue saltando, furtivo y regocijado, de monja en monja como piojo en gallinero.
El coro, el refectorio y el obrador donde las hermanas elaboraban sus deliciosas pastas de té fueron los escenarios de un contagio fulminante y sigiloso que solo se llevó a la más viejecita de la congregación, sor Emerenciana, centenaria y amojamada, cuya primera jaculatoria matutina desde que cumplió los noventa era siempre la misma: «Señor, llévame pronto».
De modo
que más que crueldad hubo misericordia en este manso final y ello ya nos pone
en la pista de la peregrina mutación que el patógeno estaba sufriendo. Aunque
la literatura científica sea reacia a considerar estas variables no parece
descabellado pensar que el silencio balsámico del claustro, las melodiosas
voces del coro y la dulzura ambiental del obrador alteraron su estructura
genética.
Cuando tras dos meses inolvidables y contra
su íntima voluntad abandonó el convento alojado en un huésped
descuidado, el virus ya no era el mismo. Había perdido las espículas y se había
convertido en una bolita retozona y casi inocua que apenas inducía los síntomas
de un resfriado liviano y plácido. Un virólogo zumbón puso nombre a esta
variante: pellizco de monja.
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